Ir a un concierto de Bob Dylan es lo más parecido a asistir a una misa previa al Concilio Vaticano II. El predicador, que para unos sigue siendo un profeta y para otros sencillamente es un poeta equiparable a Homero, se pone de espaldas a la grey, o se esconde detrás de un piano negro de cola y, lentamente, desde el mar de la oscuridad –salpicada de diminutos puntos de luz que parecen estrellas–, da inicio a un espectáculo sobrio y crepuscular donde rige un ritual estricto –nada de saludos, nada de coritos, ni se te ocurra sacar el móvil del bolsillo para hacer una foto– pero las cosas terminan siendo de forma diferente a como todos esperan. Sobre el escenario únicamente manda él. Así es desde hace décadas. Así ha sido también durante los conciertos de la gira europea que ha traído de nuevo al músico norteamericano a España.
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