Uno de los peores rasgos de la ‘Sevilla Eterna’, que representa sólo a una parte mínima de la capital de la República Indígena, y además está llena de conversos, es su acusada tendencia al zafio clasismo de los bobos solemnes. Los monaguillos, prestos a satisfacer (en pandilla) los caprichos de los ‘ayatolás’ de la Muy Leal y Muy Noble, que ya sabemos que nunca ha sido lo primero ni tampoco es lo segundo, han declarado últimamente una guerra al turismo ‘low cost’ y, especialmente, a las despedidas de soltero. Un lance de altura. Ellos, que acuden todos los años al concierto de Año Nuevo en la ópera de Viena, consideran una vulgaridad que el personal decida autónomamente cómo divertirse. Y eso que en las fiestas rige la ley de la chirigota del Selu: «Quien la lleva, la entiende». Pero aquí, en Sevilla, el mejor cahíz que existe sobre la Tierra, no puede ser. No. Sería como desnaturalizar la ciudad (¿?), dejarla sin su ‘esencia’ (que es estrictamente suya), pervertirla. Sembrar la semilla del Anticristo.
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