Sevilla es la capital de la doblez y la mentira. Nada es lo que parece. Y lo que aparenta ser de una determinada forma no lo es en absoluto. La ciudad que ustedes pisan, caballeros, es una sucesión de distintos tiempos, épocas y sustratos, igual que un viejo palimpsesto, término que a determinados monaguillos menores les ponía muy nerviosos in illo tempore debido a su ignorancia solemne, de la que aún no se han curado. Los expertos en temas sevillanos, esa raza inequívocamente indígena, cuyas cátedras valen tanto como los masters de algunas universidades, nos tienen fritos desde hace lustros con dos de sus particulares obsesiones: la idealización caramelizada de Híspalis (que no existe) y la equiparación de la ciudad presente con un pretérito ausente en el que ellos encuentran la grandeur ficticia que, por apropiación, les permite disimular su estrechez mental. Su tesis podría resumirse así: «Nosotros somos grandes porque esta ciudad también lo fue». Como si el talento lo regalaran los abuelos, acaso se heredase y no fuera, como dejó escrito T.S. Eliot, una cualidad estrictamente individual.
La Sevilla del Proverbio 18
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