Las religiones políticas, igual que la energía, no se crean ni se destruyen, sólo se transforman. La afortunada frase de Antoine Laurent Lavoisier, padre de la química moderna, define de forma exacta el ritornello que caracteriza a la política española, condicionada por el eterno pulso entre las periferias y el poder central. Sucede en el caso catalán y en el vasco. También, aunque con matices, en el gallego. Y es una constante del andalucismo que, igual que estos tres soberanismos previos, vino a nacer como una forma de paganismo que alumbra su utopía –la soberanía política derivada de una supuesta identidad cultural– a finales del XIX. En el Sur de España, donde la historia suele manifestarse con cierto retardo, su formulación más temprana, difusa y bienintencionada, pero inequívocamente mimética con respecto a los estados de opinión de otras latitudes como Euskadi o Cataluña, empezó tomar cuerpo a principios del siglo XX. Es a partir de 1907 cuando una minoría intelectual –el adjetivo debe ser cogido con pinzas– formula en el Ateneo de Sevilla un catecismo para redimir a una tierra antigua, subyugada por la pobreza, el caciquismo y la secular cultura de estirpe agraria, necesitada de una religión laica que la salve. Sobre todo, de sí misma.
Los Cuadernos del Sur en La Vanguardia.
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