Las estampas románticas presentan a la Andalucía del siglo XIX como un espacio exótico por su atraso ancestral, su distancia con los vientos de progreso que soplaban en la Europa del Norte y desenfocada con respecto al resto de España. Puro idealismo regresivo. Según este retrato, el Sur peninsular fue un territorio sin vocación industrial –a mediados de esa centuria Andalucía era la segunda región con más fábricas del país– y atada a las antiguas leyes agrarias, cimientos del templo absolutista de la cultura del latifundio. Una media verdad, ya se sabe, es la peor de las mentiras. Porque si bien es cierto que los inicios industriales del Sur no sobrevivieron a su siglo, casi siempre por falta de financiación suficiente y la afición de sus élites de vivir de las rentas, el campo andaluz, el elemento simbólico que en los años ochenta del pasado siglo caracterizó el nacimiento de la autonomía –banderas blancas y verdes al frente de marchas jornaleras en una suerte de revolución (sin revolución) que situaba a los braceros como dramáticos héroes mitológicos–, era un negocio relativamente tranquilo y rentable, al menos hasta la última década del XIX
Los Cuadernos del Sur en La Vanguardia.
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