Roma comenzó siendo una aldea junto al Tíber, en un costado de la Península Itálica. Según Tito Livio, tras siglos de dominio absoluto sobre el orbe conocido pereció por la perversión de sus costumbres y unos vicios que, si hablamos con propiedad, son naturales a la incorregible condición humana. La historia de su imperio, desde las humildes cabañas de adobe de sus primitivos reyes agrarios hasta los solemnes templos de mármol, formas arquitectónicas que aún se repiten en los grandes edificios públicos, está atravesada por esta lectura moral. Desde el más humilde de los arroyos, un viaje circular en el tiempo nos conduce al cauce de un río poderoso, capaz de desafiar al mar. Y en cuya desembocadura aguarda, paciente, la ruina. El mayor imperio de la Antigüedad, inventor del derecho, siempre estuvo condicionado por la frustración ante la incertidumbre y una obsesión casi patológica por los augurios. Más que moralistas, ansiaba profetas. “No ha existido ningún Estado con mayor potencia, con una moral más pura o fértil en buenos ejemplos; y no hubo ninguno en el que la avaricia y el lujo tardasen más en avanzar, o donde la pobreza y la frugalidad no hayan sido continuamente honradas”, escribe el gran historiador romano antes de enumerar las razones (íntimas) del asombroso crepúsculo: avaricia y hedonismo, soberbia y libertinaje. Fundido a negro.
Los Cuadernos del Sur en La Vanguardia.
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