Hablar de los periodistas como si fueran autores clásicos tiene algo de oxímoron: a primera vista parece imposible que puedan cohabitar en una misma materia –el amarillento papel que cobijan los insignes depósitos de las hemerotecas– la condición efímera de los diarios, que es la naturaleza genética del periodismo, con la necesaria perdurabilidad que se le exige a cualquier escritor modélico. Y, sin embargo, sucede con una frecuencia que no diremos que sea constante, pero sí categórica. Sobre todo a lo largo de la historia más reciente, cuando los géneros (y los intereses en conflicto) todavía sabían diferenciar (y por tanto manejarse) entre el negocio y la verdad, la ética y la estética. De ese universo perdido para siempre –los periódicos son ya otra cosa distinta, líquida y fragmentaria– nos habla La eternidad de un día, una excelente antología de artículos y gacetillas pasajeras que el germanista Francisco Uzcanga Meinecke hizo hace tres años para la editorial Acantilado, madre y maestra de la cultura con mayúsculas. En ella palpitan, vivas como el primer día, algunas muestras ejemplares del periodismo que contó –por métodos diversos, casi siempre brillantes– la Europa que discurre entre 1823 y 1934, desde las postrimerías de la célebre batalla de Waterloo a la llegada del nacionalsocialismo a la cancillería en la antigua Prusia. Una centuria larga que condensa todo el brillo y el horror de la historia de Europa central, aquella que desde el Sur llamamos el Norte.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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