No hay nada como fallecer o, en su defecto, ser asesinado para que todo el mundo se deshaga en halagos, cínicos e interesados, en favor del finado involuntario. Las víctimas gozan de una indudable buena prensa. “Si queréis los mayores elogios, moríos”, escribió Enrique Jardiel Poncela en un chispazo de genialidad. Antonio de Guevara, que además de padre del ensayismo español fue un obispo insigne, lo formuló de modo más solemne: “Nadie confíe en los halagos de la prosperidad porque es estilo de la Fortuna quitar hoy lo que concedió ayer”. Pablo Casado, el jefe de escuadra en Génova, y Juan Manuel Moreno Bonilla, inquilino del Quirinale de Sevilla, suelen dedicarse cumplidos mutuos cada vez que aparecen en público. Pero, en su caso, el roce (político) constante no ha derivado precisamente en cariño. Ambos mantienen una especie de conllevancia –por decirlo al modo de Ortega y Gasset– que no significa lo mismo que una buena convivencia matrimonial. Suele ocurrir con los compañeros de colegio y los amigos de la pandilla: quienes vienen del mismo sitio rivalizan con una ferocidad desconocida entre los desconocidos.
Los Cuadernos del Sur en La Vanguardia.
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