A determinada edad, una vez (de)mediada la madurez, uno aprende que cumplir años trae, además de nuevos quebrantos, distintos privilegios. El primero es continuar vivo. Pisar la tierra. Respirar. El segundo consiste en saber con quién puedes ir a tomar café –lo que implica también su contrario– y el tercero, last but not least, asesinar sin complejos los viejos mitos de la juventud y la adolescencia, quedándote únicamente con los imprescindibles. Esta purga, que viene a ser algo así como revolver los fantasmas del pasado, tiene la ventaja de destilar las influencias realmente perdurables. Prescindes de los caprichos pasajeros e instauras, ya para siempre, como un monarca absoluto, el rosario de tus devociones vitales. La lista, por supuesto, se reduce y mengua, pero casi siempre mejora: los libros, canciones, personas, trabajos, costumbres y vicios que te han acompañado hasta ese instante, aquellos que con el tiempo forman parte de tu sustancia, se asientan definitivamente. Ya sabes cuál es tu canon íntimo. Crecer es expurgar tu propio Parnaso. Y, al igual que cuando ordenas un cuarto, al terminar la tarea descubres que la perfección tiene un rostro minimalista. Todos podemos vivir –y sobrevivir– con pocas cosas. Basta descubrir cuáles son las esenciales.
Las Disidencias en Letra Global.
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