España es probablemente el único país del mundo (civilizado) que ha construido un modelo de Estado del que una buena parte de su población desconfía. Su arquitectura institucional, imperfecta y sometida a tensiones constantes, que desplazan al resto de asuntos de la agenda pública, se ha configurado sobre un cimiento de naturaleza subjetiva: el agravio político. Las autonomías, tal y como las conocemos, son hijas de este sentimiento –manipulable por la clase política– que consiste en imaginar el menosprecio ajeno o creer padecer algún perjuicio contra derechos (sean reales o ficticios) que se estiman ciertos. Incluso aunque no lo sean. En Andalucía el eje del discurso autonómico ha estado centrado, desde su origen, en esta misma estrategia del memorial de agravios; un mensaje efectivo, desde el punto de vista populista, pero peligroso, si lo consideramos en términos de cohesión territorial. La razón, indudablemente, es histórica: el Sur no conquistó, como Catalunya, Galicia o Euskadi, su autogobierno hasta la Transición. En ese momento entre los partidos de izquierda todavía se utilizaban conceptos como el “colonialismo interior” para explicar las fuertes diferencias regionales de la España del tardofranquismo. Desde entonces ha llovido mucho. Andalucía ha salido del subdesarrollo, pese a la pervivencia de sus ancestrales vicios políticos, y se ha transformado, pero ni uno solo de los partidos con representación parlamentaria ha querido (o sabido) abandonar el victimismo interesado para instalarse en la madurez. Esto es: no asumen que, tras casi cuatro décadas de autonomía, sus problemas actuales ya no pueden tener sólo un responsable externo, sino también un causante interno. Sea el que sea.
Los Cuadernos del Sur en La Vanguardia.
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