Los periodistas, escritores efímeros de hojas volanderas, somos por lo general incapaces de sacar adelante eso que algunos llaman textos de largo aliento, léase novelas o grandes ensayos de pensamiento profundo y estructurado. La profesión, salvo en los casos diagnosticados con la célebre patología de Onán, nos vacuna contra los peligros de la extensión excesiva y la autoficción, inclinándonos decididamente hacia la autobiografía personal, que es una de las formas de realismo subjetivo. Entre las dos variantes del autorretrato establecidas por Philippe Lejeune, el referencial y el ambiguo, tendemos casi siempre al primero, mayormente por deformación, aunque según sea el carácter el relato sobre la propia vida se llene de adornos, que no son lo mismo que las mentiras. Miguel Ángel Aguilar (Madrid, 1943), probablemente una de las plumas más agudas, inteligentes e irónicas del periodismo de la Santa Transición, ha hecho justamente esto –un autorretrato del natural de su propia persona– en sus memorias profesionales, tituladas En silla de pista (Planeta). Un libro de 401 páginas, con su correspondiente breviario de nombres y apodos, donde resume su vida pública, que en buena medida es consecuencia directa de la publicada. Las memorias de Aguilar reivindican al periodista como hombre de acción (política) pero ocultan, por el procedimiento de enseñarlo sólo a medias, al hombre.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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