Hannah Arendt, probablemente la pensadora más importante del último siglo, vinculaba el concepto de autoridad con la supervivencia de la democracia. Si ésta desaparecía -explicaba- los fundamentos del mundo civilizado se hundían. En nuestros tiempos sucede todo el rato: son legión los gobernantes, incluso conservadores, que se presentan a sí mismos como revolucionarios sin dejar de pisar moquetas. Sin duda, una contradicción. Y un ejercicio mayúsculo de cinismo, pues no existe nada más inquietante para el poder que la auctoritas de los romanos, esa cualidad moral sustentada en la legitimidad, la integridad personal y la excelencia contrastada, virtudes todas que no abundan en nuestra democracia, donde para muchos es un logro que cualquiera pueda llegar a ministro, presidente o alcalde sin que nadie le vote de forma directa y consciente, sino gracias a la fenicia industria de los intermediarios.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.
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