“Los que tienen almibarada la lengua, váyanse a lamer con ella la grandeza estúpida y doblen los goznes de sus rodillas donde la lisonja encuentre galardón”.
William Shakespeare. Hamlet.
Poner la voz, el talento (si lo hubiere) o la inteligencia al servicio de una causa, aunque ésta pueda ser equivocada, al contrario de lo que se dice en Sevilla, es un acto noble. Honrado. Sobre todo si el compromiso es voluntario y nace como consecuencia de la convicción, no del interés. En la vida, donde casi todas las guerras están perdidas de antemano, sólo puede aspirarse a hacer aquello que se crea correcto, sin preocuparse por lo que pensarán, dirán y harán aquellos que no compartan tu mismo punto de vista. Si uno sabe realmente quién es, también sabe el motivo por el cual hace determinadas cuestiones. Tal certeza no es un consuelo: no ayuda a triunfar, más bien al contrario, pero al menos funciona como un antídoto eficaz frente a la peor traición que existe, que es la que uno puede cometer contra sí mismo.
Cada vez resulta más extraño apreciar este valor (que llamamos sinceridad) en las palabras de la mayoría de las élites económicas y políticas que dirigen España, incluidos los líderes de las franquicias ideológicas con representación parlamentaria. Casi todos los prohombres de estos foros institucionales eligieron hace tiempo jugar con las cartas marcadas. Esto es: decir lo que conviene, no lo que piensan; en ocasiones incluso no saber lo que se dicen, pero no por ello guardar silencio. Y, en general, jugar siempre sobre seguro, lo cual significa hacer lo que otros mandan pensando que a la larga tal actitud coincidirá con sus aspiraciones. Este recorrido se nos presenta como una escalera segura hacia el éxito.
A mí me parece que no es más que una burda ceremonia sustentada en el autoengaño, porque nadie es capaz de respetar a quien primero no se respeta a sí mismo. Si aceptas sin discusión lo que te digan, estarás empezando a cavar tu propia fosa, aunque ésta parezca estar en la cumbre.
En Sevilla tenemos una larga tradición en el arte de hablar para no decir nada. Como no nos gusta quedarnos callados –el silencio se entiende como un puñal y el halago es una de las formas hispalenses de la mentira– los indígenas del Sur solemos saturar con ruido todos los instantes de la vida. Carecemos de la virtud de la contención verbal. Los políticos no son una excepción a esta regla. Es más: practicarla forma parte de su oficio. Su trabajo consiste precisamente en eso: hablar sin hacer, aparecer sin ser y figurar sin dejar verdadera huella.
Hace unos días al alcalde de Sevilla, Juan Ignacio Zoido, le hicieron una entrevista en una emisora de radio donde le preguntaron si sería el próximo candidato del PP a la Junta de Andalucía. “Prefiero ser alcalde de Sevilla”, contestó. Y añadió: “Además, no tengo otra cosa en la cabeza que ser alcalde de Sevilla y presidente de mi partido”. A partir de esta confesión hemos podido oír e incluso leer –lo que es casi peor– una larga serie de interpretaciones sobre la importancia de estas palabras para el escenario político andaluz. Ya me entienden.
A grandes rasgos, las opiniones se dividen en dos grupos. Por un lado, los afines a la causa evangélica que desde el principio ha querido representar Zoido. Su ejército de predicadores, presbíteros, diáconos y hasta monaguillos –en la Iglesia la jerarquía siempre fue un valor– han elogiado estos días el extraordinario valor del primer edil hispalense a la hora de optar por Sevilla –confundiendo, de paso, la Alcaldía con la ciudad completa– frente a una hipotética presidencia de Andalucía. Todo un gesto de dedicación, por supuesto.
Otros han abordado la cuestión desde su habitual perspectiva. Para ellos las palabras de Zoido vienen a certificar lo que se sabe desde las últimas autonómicas: el PP, que ganó por la mínima los comicios, no ha sido capaz de renovarse y se encuentra estancado, y quizás andando como los cangrejos gracias a un presidente al que el Palacio de San Telmo, estando a apenas una avenida de distancia de la Plaza Nueva, parece que cada vez le va quedando más lejos. Por tanto – concluyen– Andalucía está con Griñán (Pepe). Pura lógica, sin duda alguna.
Lo asombroso es que nadie parece haber reparado en el verdadero sentido de las palabras de Zoido. La exégesis interesada ha nublado por completo el sentido analítico. ¿No es inaudito que dos años después de haber sido investido alcalde el regidor confiese que en su cabeza no existe otra preocupación más que ser lo que ya es? ¿No es llamativo que en lugar de estar obsesionado con el destino de una ciudad que se derrumba sobre su propia estampa, donde el paro es una lacra mayúscula, el máximo responsable municipal declare que su segunda preocupación es ser presidente del PP en Andalucía, puesto en el que está desde hace un año?
Aquí, posiblemente, es donde resida el problema de Sevilla: quien tiene que gobernarla, quien debería estar centrado en los problemas de los ciudadanos –múltiples e infinitos–, está en realidad pellizcándose porque todavía no asume que su carrera terminó hace más de dos años y ahora le toca gobernar. Con razón se ha dicho que Zoido es regidor por culpa del azar y, en buena medida, de su inimitable antecesor. El alcalde, probablemente, no miente. Es sincero. Lo que ocurre es que, paradójicamente, diciendo lo que le han dicho que debe decir (que es lo habitual) no sabe exactamente lo que dice. No sé que es peor.
La relevancia de su confesión, con independencia de su tradicional invocación a que hay que obviar la ideología para salir de la crisis (como si la gestión de esta crisis no fuera de índole ideológica) no es que quiera o no ser presidente de la Junta –cosa que dependerá de los electores–, sino que sólo piense, a estas alturas, en que todavía debe ser el alcalde. Esto es: en sí mismo. En su carrera política. Es una opción lícita, desde luego. A Monteseirín le ocurrió lo mismo durante casi dos mandatos seguidos. El problema es que mientras Zoido cae en la cuenta de quien es, o su psicólogo particular lo convence de que hace ya dos años que realmente es el alcalde, en Sevilla no piensa nadie. Ni siquiera el Espíritu Santo.
Deja una respuesta