El poder tiene, en sentido estricto, dos rituales básicos. Ambos se consuman cuando se ejerce una magistratura política. El primero es una autocelebración: el personaje ungido (sea por los votos o por el dedo de un superior) se recrea en sí mismo en una ceremonia que tiene como objetivo escenificar su llegada a la cúspide y evidenciar, para que nadie se lleve a engaño, el afán de perdurar (eternamente) que acompaña a cualquier clase de mando. El segundo asienta las bases del primero. Consiste en formar una corte cuya fidelidad puede parecer espontánea y sincera, pero que, en el fondo, siempre responde a intereses fenicios. Mientras más grande es la capacidad para designar a otros, mayor es el ascendente interno y externo del líder, que a partir de entonces tiende a convertir su elección (o designación) en una suerte de caudillaje. En el devenir del socialismo andaluz, sumido en una honda crisis desde que hace dos años perdió el poder institucional en la gran autonomía del Sur, ocurre lo mismo que sucede cuando, rebasados más o menos los cincuenta años, la muerte de tus progenitores anuncia la tuya. En ese instante ya sabes perfectamente lo que ocurrirá, pero te resistes a aceptarlo, como si todavía gozaras de la apariencia de inmortalidad propia de la juventud o el tiempo fuera a hacer una excepción contigo en su férreo ciclo de degradación perpetua.
Los Cuadernos del Sur en La Vanguardia.
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