Quizás porque durante su historia ha sido hogar de todas las culturas occidentales y colonia extrema de algunas orientales, Andalucía profesa una identidad similar a un palimpsesto. No es una pieza compacta, sino una asombrosa acumulación de capas, mestizaje, oposición y contradicciones. La autonomía intentó construir en los años ochenta, en buena medida a partir de los conceptos de las izquierdas del tardofranquismo, una idea de patria que, a pesar de su factura decimonónica, y sin llegar a competir con la nacionalidad española, reivindica la igualdad de derechos con el resto de comunidades históricas. Se trata, en todo caso, de una reformulación a posteriori. Antes de la autonomía y la épica del 4D, el Sur ya existía. Por eso, cuando los sociólogos (subvencionados por la Junta) investigan sobre los conceptos que identifican el sentimiento andaluz –sea lo que sea–, aparecen de forma recurrente tres cuestiones prosaicas: sanidad, educación y seguridad. Al no existir una lengua propia –las hablas meridionales son variantes del español– ni una lectura histórica unívoca –por fortuna la tradición en Andalucía es una sucesión perpetua de cosas diferentes–, no rige el espejismo comunal. Lo que existe es un consenso transversal, interclasista, casi ecuménico, que justifica (o entiende) el hecho autonómico con un prisma utilitario: la Junta sirve para gestionar los ambulatorios, las urgencias y los hospitales; hace que los colegios e institutos funcionen.
Los Cuadernos del Sur en La Vanguardia.
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