Uno de los síntomas más alarmantes de cómo ha cambiado el valor social de la literatura, un arte milenario y consustancial a la condición humana, es su transformación en hagiografía; acaso el más ridículo de todos los géneros porque persigue un rarísimo unicornio: esa forma de bondad natural que, salvo contadísimas excepciones, por desgracia nunca responde al diagnóstico de la inmisericorde realidad. Los santos, como sabemos, no existen. Y si de verdad existieran, en contra de lo que afirma el santoral, serían escasos y excepcionales. Algo así como los happy few de Enrique V, el drama regio de Shakespeare. Una banda de hermanos ejemplares. No es fácil pertenecer a semejante club. Mucho menos en el mundo de las letras, que desde siempre, igual que otros ámbitos, se ha convertido en un charco donde el agua es más bien escasa y emergen, con sus colmillos infalibles, los cocodrilos. La cuestión no es nueva. La historia de la literatura es una cosa; la literatura, en el fondo, otra distinta. La primera tiene la forma de un relato –cambiante– construido a posteriori. La segunda es el misterio (verbal) que nos hace sentir cierta simpatía, en su sentido etimológico, por personajes que desde el punto de vista ético no reúnen las cualidades de las vidas piadosas.
Las Disidencias en #LetraGlobal.
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