En el ámbito de la cultura política española, concepto que para muchos tiene algo de inevitable oxímoron, existe el lugar común de que el liberalismo, cuya génesis también se disputan la tradición anglosajona –sobre todo a partir de la obra filosófica de Locke–, e incluso la francesa, como herencia de la revolución de 1789, es un inequívoco invento ibérico. De ser cierta esta teoría, no cabe duda de que se trata de una gloria trabajosa y efímera: los esforzados liberales congregados en la ínsula que es Cádiz en 1812, autores de una Constitución de vitalidad relativa y algo condescendiente con los privilegios el poder clerical del Antiguo Régimen, nunca fueron demasiados. Ni en número ni en influencia. En los pagos meridionales de Andalucía la revolución de 1831 terminó con sangre en la playa de San Andrés de Málaga. Sus mártires históricos encarnaron para el poeta Espronceda y el pintor Gisbert, que los inmortalizó en el instante de su trágico trance, un ideal romántico que tardaría tres décadas en dar frutos. Sus ideas nunca dejaron de ser exóticas flores extrañas. El tiempo no ha alterado esta fortuna –en general fatídica– de los liberales del Sur.
Los Cuadernos del Sur en La Vanguardia.
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