La modernidad es una cosa muy vieja. Como explica Octavio Paz en Los hijos del limo, ese libro milagroso, no consiste tanto en el descubrimiento de nada nuevo como en la inteligente y próspera utilización del concepto de lo novedoso: la apariencia de lo disruptivo -como se diría ahora- en un determinado contexto social y cultural. Reflexionar sobre lo moderno en tiempos de la posmodernidad superada, cuando el pensamiento hace varias décadas que se ha diluido y las instituciones simulan apadrinar (con nuestro dinero) la vanguardia oficial, que es el camelo más antiguo del mundo, implica asumir los riesgos de tener que hablar sobre el vacío, lo que en términos retóricos supone intentar contar mucho para terminar quizás por no decir nada. Éste es inevitablemente el efecto que causa la exposición ¿Éramos tan modernos?, inaugurada hoy en la sala Murillo de laFundación Cajasol y presentada en sociedad como «una propuesta que se aleja de lo conmemorativo para indagar en la paradoja de la modernidad española» al calor del 25 aniversario de la Expo 92, un evento que a muchos sevillanos les descubrió que existía -y existe- vida inteligente extramuros.
Una crónica para El Mundo.
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