La vida, a veces, tiene el argumento de una farsa: los dos eventos categóricos en los que, sin duda, somos los únicos protagonistas –el nacimiento y el deceso– no los recordaremos nunca. El primero no se fija en la memoria y cuando acontece el segundo ya no estamos aquí. De casi todo va haciendo ya más de esos veinte famosos años que, como decía el tango, puede que quizás no sean nada, pero –duplicados– terminan convirtiéndose en una cuarentena. Las cosas, desde esta perspectiva, cambian. La rebeldía muda en melancolía. El tiempo, ese extraño fluido en el que habitamos, se vuelve escaso. Y el calendario pasa de ser un milagro cotidiano a transformarse en un juicio contra reo. La condena, ya lo sabemos, es segura. Hace cuatro décadas, Javier Aristu Mondragón, un andaluz de Murcia –los meridionales carecemos de patria; nuestra verdadera placenta es la luz del sol–, viajó de Sevilla a Olot, cruzando los campos amarillos de Castilla a bordo de un Renault 5, junto a su amigo Manuel Mallofret, para participar en una de esas escuelas estivales que organizaba el PSUC, entonces el partido más hegemónico de una izquierda regionalista fascinada con impulsar una descolonización interna en la España que salía de la larga noche del franquismo y se dirigía hacia la incertidumbre de una democracia acordada y, en cierto sentido, acordonada.
Los Cuadernos del Sur en La Vanguardia.
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