Los gobiernos inteligentes, que son la excepción, trabajan siempre atentos al impacto que sus decisiones causan en la ciudadanía. No es que sean santos. Es que ambicionan ese atributo de Dios –que es uno de los múltiples nombres del Tiempo– que se conoce como Eternidad. Un político aspira a durar. Evita consumirse. Quiere perdurar y, si es posible, hasta sucederse a sí mismo. Cuando hablamos de impacto no nos referimos ni a las bondades ni a las molestias de sus medidas. El concepto denota el efecto propagandístico, especialmente trascendente para los equipos políticos virtuales, como el que abandera el cambio (sin cambio) en la Marisma. Esta clase de gobernantes son muy dados a los matices, insisten en los contextos que heredan y trazan un relato histórico (a su favor) que intenta hacerlos quedar infaliblemente bien. Son falacias de ocasión. Mentiras. Sucede, por ejemplo, con el alarmante deterioro de la sanidad, castigada primero por los recortes del PSOE –mérito de la actual ministra de Hacienda– y más tarde por los devastadores efectos de la pandemia. Nadie aplaude ya a los profesionales sanitarios. Sobre todo desde que el Quirinale instauró el telediagnóstico –un acto médico fake– como fórmula para maquillar las estadísticas. Sin enfermos, no existe la enfermedad.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.
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