La política española, desde la Transición, es una sucesión de infinitas componendas. Algunos lo ven como algo saludable: la vida pública –dicen– exige negociar, pactar, llegar a acuerdos, construir consensos y rezar todo el rosario de lo políticamente correcto. En el sur, donde somos más descreídos, lo denominamos con otro nombre: pastelear. Definición apresurada: dícese de ese proceso milagroso mediante el cual alguien que ha defendido con vehemencia unos principios los tira por la borda y adopta, sin dolo ni espanto, las ideas del que era su adversario. La gran diferencia entre un político converso y otro pastelero es que el primero, igual que Pablo de Tarso, se cae del caballo tras una revelación súbita. Los pasteleros, en cambio, no necesitan de la presencia divina: lo suyo es puro interés. Su transformación es carnal, absolutamente terrenal y, con demasiada frecuencia, fenicia.
Los Aguafuertes del lunes en Crónica Global.
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