No existe nada más poderoso, y al mismo tiempo más peligroso, que la verdad. En literatura suele ser una verdad íntima, personal. En periodismo, en cambio, nos manejamos con lo que llamamos la verdad pública, que es una aproximación inexacta, pero sincera, a los hechos ciertos. Ambas cosas –el periodismo y la literatura, la intimidad y el rostro que proyectamos ante los demás– en el fondo vienen a ser la misma cosa. De ambas escribió con una maestría envidiable George Orwell, cuya obra como cronista y novelista se adelantó a su tiempo, creando algunos de los conceptos gracias a los cuales entendimos –demasiado tarde– la larga cadena de los totalitarismos del siglo XX, que aún siguen vivos, disfrazados bajo nuevas formulaciones, como la famosa revolución de las sonrisas, en el tiempo de nuestro presente.
Literatura
El niño que pinchó el globo
Juan Goytisolo, difunto reciente en Larache, vivió en mitad de ninguna parte, que es la patria de los auténticos apátridas. De su recorrido por este mundo ancho y ajeno, al decir de Ciro Alegría, uno de los padres de la literatura indigenista peruana, dejó muestras de las dos únicas formas posibles: narrando algunos acontecimientos personales y evocando, con el lirismo que sólo es posible conseguir a través del prosaísmo literario, vivencias íntimas; desnudándose, en definitiva. Cualquiera que quiera descubrir el itinerario vital de Goytisolo y de paso aprender un poco de la vida debería leer Coto vedado y En los reinos de taifa.
Elogio de las bibliotecas
Ahora que se ha muerto Ray Bradbuy, entre los obituarios de ocasión (casi el último género literario que subsiste en los periódicos: la muerte es la única cosa imperecedera) leo uno, excelente, de Pablo Scarpelli que además de glosar la figura del escritor fantástico, marciano como sólo puede serlo un tipo de Los Ángeles (California), resalta entre los factores que contribuyeron a la forja del finado. Esto es: no relata el ejercicio de iniciación a la vida por el que pasamos, aunque sea de forma distinta, todos. En su caso los ingredientes esenciales fueron su amor por las biblotecas públicas y, en concreto, su devoción confesa por el coliseo de libros (una monumentalidad espiritual) del centro público de lectura de Los Ángeles, California. “No creo en los colegios ni en las universidades. Creo en las bibliotecas, porque la mayoría de los estudiantes no tienen dinero”, dijo en alguna ocasión.
El gramático impertinente
La peña anarquista zamorana está de luto. Se ha muerto el maestro. El último sabio. Su deceso significa que el polen de la semilla subversiva, en este caso fruto de la cultura y de la pedagogía, disciplinas que siempre hablan en son de paz, buscando convencer en lugar de imponer, no volverá a soplar nunca más desde las maravillosas peñas de la menor de las ciudades de Castilla la Vieja.
Fuentes, mural mexicano
Los obituarios últimamente se han convertido (casi) en el único género posible de la crónica literaria, redundancia expresiva y, en este caso, pertinente si hablamos de metaliteratura: aquella que trata de los demonios ocultos que se esconden bajo de los libros. En lugar de descubrirnos los aciertos de la narración, la singular visión del escritor, la técnica utilizada o el mensaje de los libros, los periódicos, en los que ya no se escribe desde hace tiempo la prosa deslumbrante de hace algunas décadas, señal quizás de que por eso se van a ir muriendo poco a poco, se han llenado durante los últimos días de mayo con los réquiems de ocasión –unos magníficos, otros hechos para salir del trance– por el deceso (repentino, como casi todos) de Carlos Fuentes, uno de los grandes escritores mexicanos canónicos. Un hombre de la estirpe de Alfonso Reyes (ensayista deslumbrante), Octavio Paz (el demiurgo tranquilo) o Mariano de Azuela, a cuyo nieto, Francisco, conocí brevemente (por suerte para ambos) en una memorable noche de parranda y alcohol, llena de mezcal y tequila servido primero en los sillones de tercipelo de las boites de los hoteles de lujo y después en las cantinas más infectas de Guanajuato, trasunto de paraíso en la Nueva España. Noche tenebrosa y memorable que pasamos hablando de la revolución. Mexicana, por supuesto.
