El nombre de Cesare Pavese (San Stefano, 1908; Turín, 1950) está escrito con letras mayúsculas en el libro de los suicidas insignes, que es el volumen que agrupa a esos cobardes que han tenido el suficiente valor de quitarse la vida y cruzar la laguna Estigia sin los visados oficiales, que sólo se conceden si la muerte es por causa natural, debida a un asesinato, por accidente o fruto del descuido a la hora de andar por las malas tierras, que uno nunca sabe –ni sabrá– cómo ni cuándo llegará el término de los días sucesivos.
Literatura
La soledad del levantador de pesas
El calor de los últimos días, comienzo de un estío odiado, nos ha traído a un filósofo muerto: E.M. Cioran, el escritor del pesimismo, el escéptico más despeinado de cuantos quedaban por los diáfanos y esperanzadores bulevares de París, ciudad de vinos y naranjas, de esparto y romanticismo, condenada a ir vaciándose poco a poco, descargándose casi, de todos aquellos malditos que un día la eligieron para vivir. Y para morir. París se vacía de sus personajes y sus mitos como las mujeres acuden a la ducha: con indudable estilo. Bañarse es saludable, pero también supone desprenderse de una parte de lo que somos. La modernidad mal entendida no gusta de los genios despeinados y, menos, de los escritores fracasados. Ya lo dijo Dylan: “No hay éxito como el fracaso; y el fracaso no es ningún éxito en absoluto”. Paradojas: Cioran representó la estética del fracaso, que no es estética en absoluto. Sólo fracaso, hambre y barba de cinco días. Es el último difunto. Uno más de los que se nos han ido este año, tan cruel con la creación concebida en términos opuestos al mercado. La originalidad en estos tiempos no cuenta si no se transforma en transacción.
¿Cuándo dejamos de divertirnos?
Los sesudos escriben. Los aburridos escriben. Los genios y los aprendices escriben; lo hacen quienes prometen y los que, por mucho que ellos se las prometan muy felices, no tienen nada que hacer. El problema es: todo el mundo escribe. O por ser más exactos: demasiados redactan creyendo que escriben. Ya casi no se diferencia la ganga de la mena, la literatura de la escritura mecánica, procedimiento que consiste en poner una palabra detrás de la otra, sin más. Vivimos en los extremos: de la literatura puramente comercial, funcional, de consumo rápido, pasamos, sin término medio, a la escritura de alambrada, donde para abrirse camino uno debe encontrar la luz en la oscuridad con un esfuerzo estéril, obras escritas para uno mismo y los amigos de la capilla.
Tabaco, crema, vodevil
Puntual como un inglés, profesional como un soldado, obstinado como sólo pueden serlo los músicos que llevan más de medio siglo en la carretera emulando a los viejos bluesmen del Mississippi, para los que no hay escenario secundario, sólo un público al que se debe dejar satisfecho. Bob Dylan llenó ayer el Palacio de los Deportes de Granada (4.000 personas) en el cuarto concierto de su acelerada gira española, que toca tierras indígenas tres años después del último jubileo.
Una disidencia (musical) publicada en el UVE de El Mundo.
La cumbre, en siete pasos
Ahora que se ha puesto de moda hablar del famoso sorpasso, uno prefiere escribir de cómo un muchacho de Úbeda, tan lejana y sola como la Córdoba de la Canción del Jinete de Lorca, alcanzó la cumbre literaria en siete pasos. Hablo de Muñoz Molina, por supuesto. Un autor al que los astros acompañaron en el camino, impulsado siempre por las casualidades y el generoso viento de la diosa fortuna, que terminó sentándolo en la Academia. Muñoz Molina siempre ha ido por la vida –literaria– como un tipo absolutamente normal. Todo lo contrario a lo que se supone de la figura de un escritor.
