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Literatura

Dylan, 80 secretos & algo +

carlosmarmol · 29 mayo, 2021 · Deja un comentario

Es fascinante ver la capacidad de influencia que Bob Dylan (Duluth, 1941) ejerce desde hace seis décadas en el universo cultural –léase en su sentido más amplio– mediante un método que tiene bastante de singular: el desapego extremo. Radical. Se trata de una costumbre extraña viniendo de un artista popular y millonario desde los veinte años que acaba de vender todas las canciones de su catálogo a Universal Records, su compañía discográfica, gracias a un acuerdo comercial sin precedentes (no por su importe, sino porque de inmediato ha abierto la puerta para que otros autores hagan exactamente lo mismo, estableciendo así el patrón esencial para rentabilizar una obra musical en el universo digital) y al que el dinero, con el paso del tiempo, no le ha obligado a dejar de ser un grandísimo misántropo. El reloj de la vida, por supuesto, ha marcado sus horas: el músico de Minnesota cumplió ayer los ochenta años sin más celebración –que se sepa– que la íntima. O quizás ni eso. ¿Había algo que celebrar en realidad? Para los dylanólogos, la única religión en la que el Dios al que rezas no te exige necesariamente que creas en él –“Don’t follow leaders, watch your parking meters”–, por descontado. El calendario dylanita, se sabe, se divide entre la era previa al nacimiento de Mr. Zimmerman, cuando el hombre carecía de refugio y vivía entre el barro y el agua, castigado por los obstinados vientos del Norte, y la fecunda civilización posterior. Zimmy, uno de sus apodos, usado como nombre por uno de los restaurantes de Hibbing, el pueblo donde se crió, que ha tenido que cerrar sus puertas, es un octogenario al que la última vez que vimos encima de un escenario –Sevilla, mayo de 2019– prefería tocar sentado ante un grand piano negro que ejercer de crooner, la última de sus múltiples máscaras artísticas.

Las Disidencias en #LetraGlobal.

Zuckerberg y el Gran Inquisidor

carlosmarmol · 23 mayo, 2021 · Deja un comentario

Detrás de un puritano se esconde el embrión de un inquisidor. “Satán, a veces, se presenta como un hombre de Paz”, proclama Bob Dylan en una canción. La bondad superlativa puede ser el origen del horror. Y viceversa: hay santos sancionados por el Vaticano que provocan pánico. En Los hermanos Karamazov, Dostoievski incluye un monólogo –El Gran Inquisidor– que tiene lugar en la Sevilla del Siglo de Oro, puerto y puerta de las Indias y sede del Santo Oficio encargado de dirimir, en nombre de la Iglesia, la ortodoxia de la herejía. En este discurso un personaje de ficción fabula con el hipotético regreso de Cristo a la Tierra, donde en vez de ser alabado por los católicos es de nuevo condenado por la institución nacida al amparo en su doctrina. El salvador del mundo termina siendo sacrificado por quienes dicen hablar –en régimen de monopolio– en su nombre. El escritor ruso, un místico demasiado humano, pretendía ilustrar con esta paradoja narrativa la enorme distancia que media entre una religión verdadera y su expresión oficial. El principal cargo en contra de Cristo es haber concedido al hombre un libre albedrío que, según la Iglesia, es su principal fuente de angustia.

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Trapiello y las guerras culturales

carlosmarmol · 16 mayo, 2021 · Deja un comentario

Si no es una guerra cultural, desde luego, se le parece. Aunque, en honor a la verdad, para que se tratase exactamente de tal cosa los términos de la polémica, igual que en los antiguos duelos de honor, deberían consistir en un justo intercambio de argumentos, a ser posible con algún destello en el arte, tan incomprendido, de la esgrima. El caso Trapiello, por denominarlo de alguna manera, que consiste en que el PSOE de Madrid censura la decisión de concederle al autor de Las armas y las letras la medalla de oro de la capital de España, alegando que el escritor leonés es partidario del “revisionismo” histórico, en el fondo es otra cosa distinta: una emboscada mediocre, un episodio vulgar, una diatriba patética en la que un partido político con voz institucional desautoriza el trabajo (hecho en solitario, ganado a pulso) de uno de los escasos intelectuales que van quedando en esta España donde las famosas dos orillas nada tienen ya que ver con las antiguas derechas e izquierdas, sino que se establecen únicamente entre la inteligencia y la ignorancia.

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Javier Marías, veneno y acero

carlosmarmol · 8 mayo, 2021 · Deja un comentario

El arte del verdugo, que consiste en matar a alguien cumpliendo órdenes ajenas, sin incurrir nunca en sentimentalismos excesivos y, a ser posible, sobre todo para el ajusticiado que se encuentra en tan dramático trance, con rigor y eficacia, es un ejercicio imposible de deslindar de la metafísica. El ejecutor de una sentencia máxima, por supuesto, no debe pensar en cosas sublimes al afrontar su trabajo, sino en los aspectos más vulgares y ordinarios de la muerte. Su desapego, que en el fondo es una manifestación refinada de profesionalidad, sin embargo, esconde casi siempre un reverso momentáneo, una pasajera cara en sombra, que le impide prescindir de la inevitable trascendencia. Aunque una guillotina opere todos los días, cada uno de ellos es distinto, igual que son diferentes sus víctimas, sean o no culpables. La última novela de Javier Marías, probablemente el mejor escritor en lengua española desde hace décadas, se adentra en esta maldición –nuestra incapacidad de pensar en el asesinato en términos morales– que vincula a quien mata con aquel que es o puede ser ajusticiado. Tomás Nevinson (Alfaguara) se presenta como una fábula con la apariencia de una novela de espías, anclada en la tradición literaria –la de Marías, obviamente– que fascina y, en paralelo, proyecta una duda existencial, una pregunta universal. ¿Matar puede ser bueno?

Las Disidencias en #LetraGlobal.

Latinoamérica y otras (malas) suertes

carlosmarmol · 2 mayo, 2021 · Deja un comentario

La gran diferencia entre el periodismo excelente y el mediocre, casi siempre, es una cuestión de trascendencia. El primero es capaz de relatar los hechos sustanciales de las cosas a partir de sus causas, sus circunstancias y sus consecuencias; el segundo, en cambio, es aquel que tiende  a ponerse estupendo, lanza tesis sin sustento y convierte el acto de ir a un sitio para contarlo en una narración onanista donde quien narra es mucho más importante que lo que se cuenta. Todos los periodistas tenemos ego, pero el oficio nos ha enseñado a disimularlo, al contrario que los poetas, a los que su yo los precede y, en muchos casos, los agota demasiado pronto. En el libro (ejemplar) que el periodista norteamericano Jon Lee Anderson(Long Beach, 1957) ha publicado este año con una selección de sus crónicas sobre América Latina durante la última década –Los años de la espiral (Sexto Piso)– hay piezas maestras del arte del relato de no ficción, perfiles eternos de estatuas de carne y hueso, retratos de jerarcas, caudillos y malandros y, por supuesto, grandes historias sobre las verdades de la Política (en mayúscula) que afortunadamente no parecen ser tales.

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Ilustraciones: Daniel Rosell