Es una tragedia silenciosa. Sin eco. Privada. El paro juvenil, igual de terrible que el ordinario, pero con un punto más intenso de nihilismo, ha subido en Sevilla por encima del 41%. Más de 131.000 jóvenes con menos de 35 años, que es la edad oficial a la que se deja de serlo a efectos administrativos, no encuentran un empleo. ¿Le importa a alguien? A ellos. Y a sus familias, sospecho. A los que no parece preocuparle mucho es a los políticos indígenas, que continúan dentro de su círculo endogámico. En la Junta se arropan con la bandera blanca y verde, como si la autonomía fuera un Estado menor. En la Plaza Nueva celebran como niños tontos el éxito de que haya mucha gente que se para a mirar las bombillas encendidas en la calle.
No hay que darle demasiadas vueltas: a pesar del drama personal que supone no poder alimentar a tu familia, pagarle los estudios a tus hijos o sobrevivir, unos quieren que tengamos ilusión porque “Andalucía es muy grande” y otros dicen que la forma de crear prosperidad consiste en llenar las plazas de camellos y de padres alterados, transformando a Sevilla no exactamente en la nueva Suiza meridional, sino en un inmenso abrevadero al aire libre iluminado por la luz que pagamos todos, a precio de oro, para beneficio de sólo unos cuantos. No pierdan la alegría, es Navidad.
El Ayuntamiento celebra su particular zambomba de Adviento y come algodón dulce mientras el lema de la pasada campaña electoral del alcalde se va por el sumidero. Zoido prometió convertir Sevilla en la urbe del talento. Este lema, en realidad, nunca fue suyo: su equipo de asesores, donde la originalidad es escasa y la soberbia excesiva, lo copió del video de campaña de Espadas, el candidato del PSOE, que decía que “Sevilla es un sentimiento” sin reparar en que el eslogan perfecto lo había escrito el propio candidato en una pizarra en blanco, probablemente sin darse ni cuenta.
Zoido, huérfano de ideas pero hábil para replicar las ajenas, cogió el concepto al vuelo y se paso su famoso discurso de investidura –una pieza oratoria memorable, y no por su calidad retórica– tropezando una y otra vez con la misma palabra: talento, talento, talento. Dos años y medio después está siendo más bien el alcalde de los talentos (dineros). Del talento en singular, no digamos ya del intelecto, era evidente que había que olvidarse. No existe.
En Sevilla viven muchas personas con formación y capacidad demostrada. Insignes autoridades. Muchas de ellas, pero sobre todo las más jóvenes, están marchándose, o se preparan para hacerlo, porque esta ciudad no es capaz de articular un proyecto de futuro autónomo, moderno y basado en la meritocracia. Si no tienes amigos (al estilo sevillano), o una familia suficientemente relacionada, en Sevilla no tienes nada que hacer. La movilidad social es escasa. Y la capacidad de la sociedad para recompensar el esfuerzo escasísima.
El problema no deja de dar vueltas sobre sí mismo: el mercado laboral no ofrece puestos de formación superior, ni sueldos atractivos, debido a la fragilidad del tejido empresarial; mientras, los empleos sin suficiente cualificación, propios de los tiempos de la especulación, se han evaporado. Es una encrucijada infernal para los jóvenes: los que cuentan con formación y perspectivas tienen que emigrar para construir su propia vida; quienes carecen de estudios, o los abandonaron, intentan volver a las aulas y se topan con que no hay plazas. La falta de presupuesto ha reducido la oferta y ha dejado sin posibilidad de reinventarse a 12.000 jóvenes. Ya no cuentan con camino de regreso: ni pueden estudiar ni trabajar. Quemaron sus naves pero, al contrario que Cortés, jamás conquistaron México.
El resultado es una tristísima realidad: la ciudad del talento lo expulsa a raudales. Prueba de que existe una abundante demanda de formación no atendida es la proliferación de academias, cursos y chiringuitos varios, principalmente con nombre en inglés, que todos los días ofrecen ciclos formativos de cualquier cosa imaginable, sobre todo idiomas. Empresas sin solvencia contrastada, y arribistas varios, han descubierto que la formación en los tiempos del paro endémico es un negocio rentable: la desesperación hace que muchos alumnos confundan un taller con un verdadero programa docente y el entretenimiento con la educación. La historia nos lo enseña: no existe mayor negocio potencial que la desgracia ajena.
Las administraciones, que durante décadas han malgastado millones de euros en cursos de los que se han aprovechado los mismos intermediarios de siempre, han cortado de repente el grifo de las subvenciones. Sólo quedan las academias particulares. El resultado es que si eres joven no conseguirás mucho más de 15.000 euros al año si trabajas en Sevilla. Y si no lo haces, que es lo normal, tendrás que pagar para que alguien que quizás no está suficientemente preparado te enseñe algo que probablemente nunca vas a necesitar. Cantar villancicos bajo las bombillas de la Zoidociudad es una extraña forma de retener el talento.
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