Cualquier debate electoral es un ejemplo -asombroso- del inmenso poder de la polisemia en política. Nunca hay un espectáculo, sino tantos como espectadores contemplen el evento. Para gustos, los colores; para juicios, las dependencias (voluntarias e involuntarias). Aquí no rige ni cabe el consenso. Cada cual oye aquello que quiere oír y ve (o imagina) lo que más agrado le causa. De ahí que, a la hora de valorar a los candidatos in fieri al Quirinale -seis cabezas de lista que pueden reducirse sin problemas a la mitad: la pluralidad, en este caso, no es riqueza, sino consecuencia de las eternas guerras entre iguales-, encontremos disparidad de opiniones, múltiples argumentos e impresiones divergentes. Los protagonistas del duelo, eso va de suyo, siempre van a verse bene. Ninguno va a ser tan sincero -y suicida- como para pronunciar ese mensaje (colosal) que RobertoArlt, maestro del articulismo argentino de los años treinta, escribió en uno de sus memorables aguafuertes.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.
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