Si la democracia, concebida en abstracto, es un teatro que permite la convivencia entre ciudadanos desiguales y distintos, evitando que una sociedad recurra a la violencia y el poder dependa de la fuerza, la partitocracia es su grotesco: un sustituto en el que, en vez de los ciudadanos, quienes mandan son los jefes de escuadra, gracias a la adulteración de la voluntad popular. Las formas, en política, son el fondo. Uno de los síntomas de su malversación, que en España y en la Marisma son cosa habitual, consiste en no saber –o no querer– diferenciar lo que es un diputado de un militante. O un político de un gobernante. En pensar las instituciones (de todos) como si fueran prolongaciones del interés partidario (de algunos). Una partitocracia se identifica por dos rasgos: disfruta de un monopolio de facto sobre la capacidad de designación de los representantes electos –a través de las listas cerradas– y se arroga un control (antidemocrático) sobre los elegidos ejerciendo una disciplina (feudal) y aplicando de forma arbitraria un régimen sancionador. Ambas prerrogativas impiden todos los días que los diputados –que la gente en realidad no elige, sino que refrenda– ejerzan con total libertad sus funciones. Resultado: ortodoxia y parlamentos mudos (aunque se hable todo el rato) cuya única función es garantizar un generoso sueldo público a los sumisos.
Las Crónicas Indígenas en El Mundo.