¿Se puede ser nihilista con 25 años? ¡Y tanto que se puede! Se debe. Es casi una obligación, una forma de elección preventiva. Nadie debería estar obligado a convertirse en aquello que no desea ser. Por eso conviene no creer en nada o, en su defecto, tener querencia por apenas unos pocos, a ser posible escasos, principios espirituales. Vivir obligados a encarnar una estampa no elegida es un fracaso por adelantado. Ya que en la vida hay que fracasar, lo mejor es hacerlo manteniéndose fieles a los sueños personales. Ser nihilista a los 25, como es mi caso, es también una forma defensa ante quienes te gritan –desde el fondo de un pozo– que no vas a llegar a nada en la vida.
Archivo de octubre 2016
La saga/fuga de las Atarazanas
Una de las patologías indígenas más intensas es el síndrome de la pandilla. Dícese de ese mal, tan frecuente entre algunos sevillanos, para los que el cuerpo familiar y núcleo de seres afines es una unidad de destino en lo universal, la forma suprema de articulación de intereses. En la República Meridional, desde los entierros a las cruzadas, pasando por las bodas, los bautizos, las comuniones, los quinarios, las funciones principales de instituto o hechos tan vulgares como pedir cita en el médico o ir un abogado, todo procura hacerse en comandita; gracias a los célebres contactos, que es una forma de autoafirmación tan divertida como insegura. Lo de menos es que estos consorcios (de intereses) tengan cohesión interna: los miembros de una pandilla de sevillanos, partidarios de cualquier cosa que les sirva para lucir sus aspiraciones de vanidad, pasarán por alto las cuestiones éticas y los argumentos racionales si ven que sus empresas cuentan con el sustento de la tribu. Esto explica muchos de los elementos cruzados que concurren en la interminable guerra de las Atarazanas, un conflicto donde lo que se dirime es una batalla –a muerte– entre los intereses de la tribu y el talento individual.
Borges, milonga de azul pálido
«Alto lo veo y cabal/Con el alma comedida/Capaz de no alzar la voz/Y de jugarse la vida». Jorge Luis Borges, anarquista spenceriano, escritor superlativo, un señor de porte británico que tuvo el buen gusto de nacer (involuntariamente, por supuesto) en el Buenos Aires de Almagro y Balvanera, escribió estos versos para la milonga -una pieza musical; toda una advertencia para los puristas que confunden la poesía con los libros- que dedicó a Jacinto Chiclana, un compadrito, el personaje de la orillas de la ciudad a la que canta en su primer poemario, salido de los talleres de la imprenta Serrantes en el lejano año de 1921. Trescientos ejemplares, edición de autor (pagada con sus ahorros), las páginas sin numerar e ilustración de su hermana Norah en cubierta. A Borges, entonces, sólo lo leían la familia, los amigos y los enemigos, que son los lectores más fieles que existen.
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¡Es la retórica, estúpido!
La vida no es tan sencilla al fin y al cabo.
De hecho no es más que algo que leer
y con lo que encender cigarrillos.
(Bob Dylan, Tarántula)
Ha llegado el Apocalipsis. Suenan las trompetas del último día. Un humo de sal y azufre cerca el altar sagrado de las letras. La Academia sueca ha concedido el Nobel de Literatura a un músico, un puto cantautor, un maldito escritor de canciones vulgares, ordenadas a partir de la fórmula estrofa, puente y estribillo. Es el ocaso definitivo de las humanidades, la estación término. La alfombra de honor del Grand Palais, reservada para los elegidos, va a ser mancillada por Belcebú. La tierra tiembla. El cielo se oscurece. Los volcanes expulsan fuego y piedras formando una masa informe. Los profesores se rasgan las vestiduras y arrojan los birretes por las ventanas; los poetas de provincias se arrancan los ojos. Y todavía hay tipos que dicen —y escriben— que Dylan (Bob) no ha escrito libros en el sentido estricto del término, que su arte (en el caso de que lo sea) no tiene nada que ver con la literatura y mucho menos con la poesía estricta. No es lo peor: lo imperdonable, a su juicio, es que además nunca aceptó las normas del Parnaso, que en la mitología griega era un monte donde habitaban las Musas y que desde entonces es considerado la patria metafórica de los grandes poetas.
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La caza florida
Cortázar dice en uno de sus relatos que para él era una especie de distracción. Salir a la calle en busca de enemigos a los que cazar. Uno de esos pasatiempos a los que nos consagramos no sabemos muy bien si porque en ellos encontramos el equilibrio que a diario nos niega la vida o por pura indolencia, esa enfermedad de los domingos después del almuerzo, cuando la sobremesa no es un regalo, sino una condena. En los tiempos modernos, las distracciones son legión. Hay opciones múltiples y absurdas. La gente, por supuesto, hace lo que quiere. Faltaría más. Otros nos conformamos con lo que buenamente podemos: la frontera entre los deseos de tiempo libre y su ejercicio efectivo, como casi todo, la fija el dinero. La oferta es tan extensa que hay que seleccionar. Y, aunque la lectura sólo es una más de las opciones posibles, sigue siendo nuestra fórmula preferida: es un vicio relativamente barato, duradero y satisfactorio.