La tiranía de un rostro humano repetido infinitamente en un espejo. Eso debe ser la soledad: un metal sangrante, un puñal afilado, terco, constante y exquisito. Frente al asesinato, considerado una de las bellas artes por nuestros clásicos, la soledad es una de las más bellas maldiciones con las que nos obsequia desde el primer día la vida, ese tren sin conductor cierto. No se trata de un descubrimiento de los contemporáneos: es una ley eterna, una manta suficientemente grande como para cobijar a muchos de los que caminan con nosotros por el incierto sendero de la vida: amigos, compañeros de trabajo, familia, determinadas mujeres.
Archivo de enero 2017
El efecto arrastre
Los conversos son tipos curiosos. Se nos presentan como santos pecadores, arrepentidos de su existencia previa, y devotos repentinos de su vida presente. Un día, de improviso, abrazaron con entusiasmo una fe que nunca fue la suya y creen posible, y sobre todo probable, triunfar en la gesta de convencer(nos) a los demás de la pureza que anima su transformación íntima. Casi siempre se refieren a ella con un término piadoso: “evolución”. Llamarla traición nos parece más exacto, pero, como es sabido, la palabra tiene mala prensa. No hay converso político que admita ser un traidor contra su causa pretérita, lo cual no deja de ser anómalo: la traición de cambiar de bando la cometen sobre todo, y antes que con los demás, consigo mismos. De ahí que se refugien en cualquier tipo de argumento, da igual su consistencia, para justificar su salto de orilla. El más recurrente de todos es el viejo cuento del interés (general).
Los Aguafuertes del lunes en Crónica Global.
Dickens contra las matemáticas
Los periódicos dicen que el índice de miseria de los niños en los países ricos se asemeja cada vez más al de las naciones pobres. Ambos van a peor. Se ve que hasta en la miseria, que es la ausencia no sólo de cosas, sino de perspectivas, va por grados. Reducir los dramas humanos a cifras ayuda a descifrarlos mejor, pero también nos impide saber cómo se siente quien está atrapado en ellos. Antiguamente de estos temas se hacía una obra de teatro, una novela, un cuento, un poema; incluso algún ensayo capaz de profundizar en los dramas individuales, que siempre son universales, sin hurtarles la sangre, la carne, los huesos. Ahora todo son estadísticas asépticas: las personas nos hemos convertido en meros números encerrados en un casillero.
Besamanos en Bruselas
Coppola es el Sófocles de nuestro tiempo. Nadie ha adaptado el espíritu de la tragedia clásica mejor que el director de la trilogía The Godfather. En la segunda de sus tres películas, localizada en La Habana en tiempos de Batista, Michael Corleone acude al cumpleaños del líder de la cuerda de familias mafiosas que controlan los casinos en la mayor de las Islas Antillas. La escena es más o menos así:
Barrio de El Vedado. Terraza del Hotel Capri. Exterior tarde.
–«Hoy he visto una cosa curiosa» –cuenta Corleone–. «Un policía intentó detener a un revolucionario en la calle y en vez de dejar que se lo llevaran hizo estallar una bomba pegada a su cuerpo. Murió, claro. A los soldados les pagan por combatir. A los rebeldes, no».
–«¿Conclusión?», pregunta Roth, el mafioso homenajeado.
–«Que pueden vencer», responde Corleone.
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