Los historiadores estudian sucesos irrepetibles que, sin embargo, tienen la costumbre de rimar, igual que un poema de versos encadenados. Muchos se pasan media vida construyendo mitos culturales que, a medida que el tiempo nos alcanza y las épocas se suceden, deben desmontar con la paciencia de un artesano. Merced a este movimiento, una suerte de revisionismo honrado, avanzamos en el conocimiento del pretérito, que es una de las formas de augurio del presente. Un sortilegio mediante el cual descubrimos cómo el universo mental de los difuntos condiciona nuestra existencia. De todas sus historias, una de las más fascinantes, por estar encajonada entre las poderosas construcciones mentales del Imperio Romano y la Edad Media, dos caras históricas de un mismo proceso –el devenir de Occidente–, es la Antigüedad tardía, el periodo de tránsito y zozobra que tiene lugar entre los siglos III y VII d. C. Entre las Meditaciones de Marco Aurelio y la teocracia de Mahoma. Entre estos dos instantes se producen en el mundo antiguo una serie de transformaciones culturales que explican las diferencias culturales de Europa y la relación de Occidente con otras civilizaciones vecinas.
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