La crítica literaria, que es una forma de impertinencia intelectual como cualquier otra, se parece mucho a la experiencia de viajar: uno elige, muchas veces al azar, un destino; dibuja un itinerario; fabula con la deliciosa eufonía de un nombre o un lugar; organiza a su manera determinadas expectativas ficticias –¿qué otra cosa, si no, es la selección de un título o un autor?– y se predispone para la singladura con esa sensación contradictoria que oscila entre la prevención (necesaria) y el entusiasmo (contenido). No se tarda demasiado tiempo en descubrirlo: la mejor experiencia de cualquier desplazamiento –físico o mental– no reside en el arranque del camino (que sin duda tiene su encanto) ni tampoco en la estación término. El viaje es, sobre todo, el intermezzo. Un interludio secundario e inesperado, como suspendido, situado entre orillas distantes. Escribir sobre literatura, de igual manera, es una ocupación fugaz que nunca se despoja de la aspiración de permanencia que, al arribar a un sitio desconocido, sienten los viajeros devocionales.
Las Disidencias en Letra Global.