Los arquitectos contemporáneos, que son un gremio que suele tener un excelente concepto de sí mismo, apelan con frecuencia a la emoción como uno de los factores trascendentes a la hora de hacer su trabajo, similar al de un dios terrestre: alterar el mundo; a veces, aspirando a crear un paraíso artificial. Buscan así equiparar la creación de edificios con la poesía, la primera de las artes antiguas, donde el ritmo y la precisión verbal logran el milagro de reproducir una experiencia íntima gracias a la magia de las palabras. En comparación con la arquitectura, el urbanismo es un oficio vulgar. Rara vez ha disfrutado del afecto de los grandes líricos. Más bien se considera un monopolio de contables y técnicos. Alejandro de la Sota escribió en 1954 un hermosísimo texto –Arquitectura posmoderna– donde explica que los arquitectos hacen arquitectura “con la misma actitud de Sócrates al tomar la cicuta: para conocerla, para saber ‘qué es’, igual que se aprende a ir en bicicleta o se resuelve un rompecabezas”. La ordenación territorial en España, en cambio, se practica para averiguar ‘cuánto’. Nuestras ciudades y paisajes no son fruto de nuestros deseos. Más bien son la consecuencia de decisiones económicas –que sólo después se tornan políticas– cuya característica es dar justo lo contrario de lo que prometen.
Los Cuadernos del Sur en La Vanguardia.
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