La cerca ocupa casi un tercio de la Plaza de Mayo, un nombre demasiado poético para levantar un muro de hierro a modo de defensa. Pero allí está, desafiando a cualquier lírica. La plaza mayor de Buenos Aires, donde se reúnen las madres de los desaparecidos, girando eternamente en su círculo de pañuelos blancos, es desde hace años un espacio roto. Los viandantes no pueden acercarse a su cabecera, presidida por la Casa Rosada, sede de la presidencia de la República. El magno edificio es, en teoría, su casa. En la práctica es la morada de nadie: ni los presidentes residen en él ni representa otra cosa más que la estéril ficción que siempre es la noción de cualquier patria. El eterno hogar imposible.
El mausoleo en ruinas
¿Ignoráis por qué razón las ruinas agradan tanto? Yo os lo diré: todo se disuelve, todo perece, todo pasa, sólo el tiempo sigue adelante. El mundo es viejo y yo me paseo entre dos eternidades. ¿Qué es mi existencia en comparación con estas piedras desmoronadas?
Diderot
Los románticos, esos hijos furtivos de la noche, adoraban las ruinas. Veían en ellas una metáfora múltiple de la vida condensada en un único paisaje. La fugacidad del tiempo. El vano intento del hombre por perdurar en un entorno hostil que quizás sea la obra de arte perfecta porque se basa en las mismas leyes que rigen la existencia: la armonía del desorden, la caótica marcha de los días, enredándose. La naturaleza puede ser bella y devastadora al mismo tiempo. No son términos antagónicos, sino complementarios. Por eso vence al arte. Y se permite el lujo de dejar en pie algunos restos de la fatua pretensión de eternidad de los mortales. La estampa resultante es sobre todo didáctica. Nos recuerda que nadie vence las leyes constantes de la decadencia.
El viento mezquino
[Variaciones de un paseante sobre un viejo motivo estoico]
“Todo lo que nos enseñaron es falso. La prueba la encontramos todos los días en todos los dominios: en el campo de batalla, en el laboratorio, en la fábrica, en los periódicos, en la escuela, en las iglesias. Vivimos enteramente en el pasado, nutridos de pensamientos muertos, de credos muertos, de ciencias muertas. Es el pasado, no el futuro, lo que nos devora”.
Henry Miller. El tiempo de los asesinos.
Te lo has dicho a ti mismo demasiadas veces, casi sin llegar a comprenderlo del todo: el futuro es lo único que te pertenece aunque no haya futuro, no vayas a encontrarlo nunca y ni siquiera lo adivines. El año acabará dentro de pocos días. El terrible heraldo de las alas muertas, al que esperabas desde hace tanto tiempo, no ha consumido el tiempo que tenía establecido y aún tiene la generosa osadía de brindarte más regueros de sangre; sucesivos, como diapositivas blancas proyectadas sobre una profunda oscuridad: niños muertos a balazos en un instituto norteamericano, un emperador negro llorando por televisión, un político despreciando a quienes representa o extorsionando a los que le pagan con una sonrisa cínica; infinidad de luces de colores concebidas para confundir a los habitantes de la aldea inmediata. Un tren de juguete que tapona una calle llena de funerarias. El habitual ramillete de malas noticias.
La fábula de los talentos
El talento, en contra de lo que se piensa, es sobre todo una cuestión de insistencia. Consecuencia de la voluntad. No existen los genios, sino los hombres constantes. Si aplicamos esta regla al alcalde de Sevilla, que desde que tomó posesión del cargo repite este concepto a la menor ocasión posible, y hasta en los contextos imposibles, tendríamos que concluir que a la vista de las apariencias, efectivamente, estamos ante un político de extraordinarios talentos. Superlativos. Seamos justos: no es nada fácil representar los intereses de los ciudadanos y, al mismo tiempo, trabajar con tanto fervor en defensa de los beneficios particulares de una empresa privada. Especialmente si ésta pertenece al sector financiero. Sus méritos resultan evidentes. Indiscutibles, sus éxitos. Zoido (Juan Ignacio) ha logrado cumplir su último objetivo capital: impedir que Sevilla tenga un centro cultural en las Atarazanas.
La catequesis patrimonial
No hay nada peor que un converso. Sobre todo si es reciente. Desde los tiempos de Paulo de Tarso, después conocido como San Pablo gracias al bautismo definitivo de la iglesia, que en esto de las denominaciones sabe latín, se conoce que quienes desprecian la fe pueden ser, llegado el caso, sus principales difusores, divulgadores y exégetas. Depende de la necesidad. No de la fe, claro, que no tiene ninguna, sino del heraldo, que es quien en esto del entusiasmo dogmático más cuenta. La literatura del Siglo de Oro español, tan útil para entender el presente por el que transitamos, está llena de episodios en los que la obsesión por la limpieza de sangre (después materia de la teoría de los linajes, tan sevillana) termina siendo una comedia bufa, aunque a veces esté teñida por la tragedia, en la que aquellos que no disfrutan de dicha condición resultan ser los más exigentes y crueles con sus iguales, casi siempre en un intento (vano) por ocultar su propia procedencia. Según algunos historiadores, esta perversión (exagerar una posición distinta a la natural para ocultar los orígenes) llegó en su momento hasta la cima de la propia Inquisición, lo que no deja de tener mérito. Con razón se dice que España fue un país de conversos. Todo el mundo predicaba aquello en lo que no creía. En Sevilla todavía ocurre.