Los historiadores distinguen entre dos tipos de sindicatos: los horizontales (o de clase) y los verticales (donde militan patronos y trabajadores). En ambos casos se trata de una división que pertenece al mundo de ayer, como diría Stefan Zweig. Cuando aún tenía sentido hablar de clases sociales, las organizaciones verticales exigían la afiliación obligatoria, igual que los gremios feudales, mientras que las horizontales tenían al frente a obreros de verdad. Todo esto pasó a mejor vida: los obreros ya no existen -la dialéctica posmoderna no diferencia más que entre las élites selectas y las milicias de los precarios- y los antiguos sindicatos de clase hace mucho tiempo que mutaron en casta, al encadenarse a las subvenciones públicas y ejercer el materialismo presupuestario, mientras fingen una autonomía que nunca practican. No es de extrañar que ya no representen más que a quienes los gobiernan, casi siempre funcionarios. En la Marisma, el ejemplo capital es UGT, primitivo sindicato del PSOE convertido, por obra y gracia de la autonomía, en una organización dedicada a la extracción de las rentas (de todos) en beneficio de unos pocos afortunados.
El Bestiarium en El Mundo.
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