“No temo nada ni quiero nada». Las renuncias nos convierten en seres indestructibles. Hunter S. Thompson (Louisville, Kentucky, 1937-Woody Creek, Colorado, 2005) escribió esto a una amiga en 1958. Empezaba a ser consciente de la dureza del oficio de escritor, que entonces se diferenciaba muy poco del periodismo. Ambos consisten en lo mismo: sentarse ante el folio y dejar que fluya el interior. Si tienes talento serás una referencia. Pero si sólo eres “un cagatintas” puedes ir y apuntarte al club de los rotarios, uno de los poderes fácticos que, según él, condicionaban el periodismo norteamericano. La suya siempre fue una senda alternativa, mayormente tremendista.
Diario de Sevilla
Gestas y naufragios de un periodista
“Acabaremos en alguna buhardilla pobre de una callejuela de París.
Las cosas pintan mal. Los conservadores y los reaccionarios van ganando terreno.
Los comunistas, en cambio, están deseando dar un golpe al estilo ruso”.
–“Pues yo estaba en la higuera, sin enterarme”.
–“Amigo, no nos permitirán estar en la higuera.
Tendremos que salir corriendo a meternos en algún rincón de París… si nos dejan».
[Memorias de Pío Baroja].
No fue en una callejuela húmeda de Francia, sino en Londres. Un dolor que llegó de improviso fue el mensajero. Inflamación en el estómago. Peritonitis. Sarcoma. Telón negro. Final. El periodista Manuel Chaves Nogales (Sevilla, 1897) murió solo en la capital británica. Desde allí trataba de hacer lo que cualquier periodista hace cuando se queda sin su periódico, que en realidad nunca es suyo: intentar seguir escribiendo en cualquier otro. Aunque sea en una hoja volandera.“Estoy bien: trabajo mucho y con poco fruto”, decía a su familia, enterrada en vida en El Ronquillo durante los años del hambre y la dictadura; una odisea –la de su mujer, sus hijos– que no pudo escribir y que amargó sus últimas horas. Repárese en la elección de la conjunción: copulativa, no adversativa.
Tenía 47 años cuando la pálida dama fue en su busca. Ya era premio Mariano de Cavia. Había escrito en cuatro grandes periódicos. Había publicado libros magistrales. Había viajado en avión cuando los aeroplanos no siempre llegaban, por Europa y la Unión Soviética. Estuvo también en Ifni. Buceó en los dos grandes totalitarismos de su época –fascismo y comunismo ruso; a ambos los sufrió por igual–, vio arder Asturias antes del inicio de la Guerra Civil y le tocó contar el derrumbe de la República liberal, burguesa y laica que soñó como un destino posible. Todos estos méritos no le sirvieron de nada. Cuando en noviembre de 1936 dejó Madrid tras ser despedido por el comité obrero que entonces controlaba su periódico –enorme paradoja ésta: obreros despidiendo a periodistas, tan obreros como ellos– tuvo que empezar desde cero, como un becario. Escribiendo a la pieza. Redactando discursos para los cónsules hispanoamericanos a cambio de que, con magro éxito, éstos intercedieran ante los diarios ultramarinos para que pagaran a tiempo, antes de que el hambre convirtiera el estómago en un agujero, sus míseras colaboraciones. El periodismo, ese oficio tan infame.
Los periodistas somos tipos raros. Gente molesta. No creemos en nada ni en nadie. Salvo en una cosa: el periodismo. Por tanto, cuando la noria interior que hace girar nuestra vida se quiebra, nos falta el aire. Nos quedamos sin oxígeno. Nos ahogamos. Morimos o nos dejamos morir. Igual da. Quizás por eso, como le pasó a Chaves Nogales, antes o después vivimos el día en el que el periódico se muere. Aunque siga publicándose. A Chaves Nogales, cuyo avatar biográfico compendia en El oficio de contar (Fundación Lara) María Isabel Cintas, la gran especialista en su obra, a quien debemos la recuperación post mortem del mejor periodista sevillano que vieron los tiempos pasados y –de esto estoy seguro– esperan ver los venideros, lo expulsaron del periódico que fue su mayor gesta –el madrileño Ahora– por no querer ejercer su puesto de subdirector. ¿Un periodista abandonando el timón de la nave a la deriva que siempre es un diario? A la fuerza ahorcan.
En el caso de Chaves Nogales existían indicios de que, de una u otra forma, estaba condenado de antemano. Su delito: ser ecuánime en un momento en el que esta actitud era, como es todavía hoy, un pecado mortal. No es broma. Entonces te mataban por “ser leal con el periódico sin dejar de serlo contigo mismo”. Chaves Nogales comenzó a incordiar a muchos con lo que escribía sobre su ciudad, Sevilla, a la que retrató en las hermosísimas crónicas de La ciudad. No hizo otra cosa que andar y contar –así definía el periodismo– y dignificar una profesión que entonces, igual que en este presente agrio, suele caer presa del servilismo político.
Hijo del cuerpo (Chaves Rey, su padre, fue miembro de El Liberal y cronista municipal, aunque de tal título no obtuvo más que las ingratitudes de una ciudad ingrata), empezó colaborando con cándidas poesías juveniles. Desde abajo. Se fue de Sevilla al reparar que la ciudad prefería ser una reliquia postrada sobre un pasado estéril en lugar de caminar al compás de Europa –algunos no le perdonaron su visión crítica: su esquela fue censurada en el diario Abc–, abandonando así cualquier posibilidad de dar voz a la Sevilla cosmopolita que todavía existe, aunque no se haga notar en exceso. Tras un tiempo en Córdoba –La Voz– terminó en Madrid. Primero en El Heraldo y después en la casa desaparecida: Ahora. En ambos diarios y en Estampa –una revista donde hacía nuevo periodismo casi un siglo antes de que Tom Wolfe y Norman Mailer enviaran sus crónicas a Rolling Stone– nacieron los pilares que sostienen su obra, donde habla de sí mismo dando la voz a otros –uno es periodista por su mirada: la mirada nace del temperamento– y aquilata un sistema propio de trabajo –el periodismo siempre es un método– que ha conseguido que sus artículos sobrevivan al paso del tiempo, el único señor.
Hoy es el mejor prosista español, junto a Baroja, Josep Pla y Julio Camba, de la primera mitad del pasado siglo. Toda una gesta. Sobre todo para un niño nacido en Dueñas, calle triste y silenciosa, cuya única recompensa fue una tumba sin nombre en el cementerio británico de Fulham, en Richmond Kew. Diez días después de su muerte, Franco lo condenaba “por masón y rojo”. Última broma macabra en contra de un hombre capaz de presentir su propio destino sin dejar por eso de caminar. Lo suyo era cuestión de estilo. Chaves podía escribirle una carta a Unamuno sólo para pedirle permiso para alterar el adjetivo de un artículo con el fin de lograr que el periódico fuera coherente, perfecto. Demostró que Sevilla no está condenada al periodismo chusco del costumbrismo.
“En su cabeza no había bajas pasiones, sólo análisis”, dice uno de sus hijos. Rara avis en la tierra donde Manuel Fal Conde, líder de los tradicionalistas, había gritado: “El que obedece no se equivoca nunca”. Chaves erraba a diario, en cada línea. Le costó caro. Hizo lo mismo que Belmonte –la biografía que le escribió es colosal–: seguir su propio camino, solo, con su esfuerzo personal, en un mundo radicalizado, tan preso del sectarismo como de la endogamia de los linajes. Se entiende al leer su gran obra maestra: el prólogo de A sangre y fuego. “Un hombre como yo, por insignificante que fuese, había contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y por los otros”. Quizás justo por esto, por no tener a nadie jamás contento, los periodistas, que debemos ser independientes pero no neutrales, porque la realidad nunca es neutral, siendo tan poca cosa, somos tan necesarios. O, al menos, lo éramos. Hasta ahora.
Artículo publicado en Diario de Sevilla
[21 Octubre 2011]
Talese, periodismo en extinción
“Para vivir fuera de la ley debes ser honesto”. La frase, utilizada por Dylan en una de sus mejores canciones (Absolutely Sweet Marie), se ajusta como un guante a la historia que, por otra parte, da pie a algunas preguntas melancólicas: ¿Qué diablos hemos hecho con este oficio? El último libro publicado por el norteamericano Gay Talese (Ocean City, New Jersey, 1932), Honrarás a tu padre (Alfaguara), es un relato periodístico primario. Esto es: cuenta una historia. Nada más. Nada menos. Una actividad tan compleja que ha dejado de hacerse (en la mayoría de los casos) en los periódicos, que es donde aprendió a hacer su trabajo este escritor exacto, capaz de sumergirse en un asunto durante siete años para poder comprenderlo por entero antes de hacer lo que todos los cronistas hacen: contárselo a los demás. Rara avis. Verdadera especie en vías de extinción en una época en la que el periodismo, siempre en crisis, parece haberse reducido a un tweet o a la confidencia obscena de una portera.
Chelsea Hotel: No vacancy
La primera vez sólo pude llegar hasta el vestíbulo. Era pequeño. Diminuto, si se tiene en cuenta el tamaño de la infame leyenda. Suele ocurrir: la literatura convierte en mayestáticas las cosas más sencillas. El Chelsea, en la 23, entre Octava y Séptima, tenía tras sí toda la literatura (más negra que blanca) del pasado siglo XX. Una joya decadente y sucia en mitad del inmenso Manhattan. Como un faro que recuerda a Nueva York que una vez fue algo más que una urbe de millonarios y turistas; que existió hace no tanto tiempo una ciudad gris, decrépita, llena de yonkis, en la que andar por la calle era toda una aventura. De aquel basurero (donde los detritus humanos salían a dar una vuelta de vez en cuando; sobre todo a la caída de la tarde) se pasó, gracias al alcalde Giuliani, a la capital higiénica que muestra su eterna postal al mundo. Las torres cayeron después.
Los apuntes dispersos de Dostoievski
En la Milonga del Trovador, el hermoso tango que escribieron Horacio Ferrer y Astor Piazzola, y que solía cantar con su característica voz de arena el polaco Goyeneche, hay un verso que asegura que la voz de Dios afina en cualquier lugar. Una variante del célebre refrán castellano: “Dios aprieta pero no ahoga”. A Fiodor Mijailovich Dostoievski [Moscú 1821-San Petersburgo 1881], desde luego, Dios, en el que al final de sus días terminó creyendo casi con la fe de un viejo carbonero ruso, le apretó bastante el cuello (cuatro años de cautiverio en Siberia tras serle conmutada la pena de muerte a la que fue condenado por conspirar contra el zar junto al círculo de los decembristas) pero le permitió, milagrosamente, retornar por un tiempo a la civilización (San Petersburgo), después de un sinfín de noches y días gélidos y tristes, para dedicarse, en la soledad de sus sucesivas y múltiples casas esquineras (todas ellas de alquiler, situadas en los barrios periféricos de la ciudad del sol de medianoche) a escribir con devoción diabólica algunas de las mejores novelas de la literatura universal.