Cuando el destino y el tiempo, que casi todo lo gobiernan, hizo pasar a mejor vida (o al vacío, tan previsible) a Fernando Pessoa, el poeta lisboeta, Saramago, que le puso el nombre de uno de sus múltiples heterónimos a la que quizás sea su mejor novela –El año de la muerte de Ricardo Reis–, escribió que el extraño vate del abrigo y las gafas, aquel oficinista solterón con cierto aire de inglés perdido por las calles de Baixa, murió “casi ignorado por las multitudes”. Decididamente, no ha sido su caso. Saramago fallece dejando atrás el máximo galardón de las letras públicas –el Nobel, tan certero en unas ocasiones como ciego en otras– y a un ejército de aduladores, admiradores y cofrades que consideran que en su obra vienen a encerrarse las claves de una forma de entender el mundo basada en cierto concepto del compromiso político y moral. ¿Literatura? Parece una cuestión secundaria.
Diario de Sevilla
Extravíos y carreteras secundarias
Es prácticamente un milagro. ¿Qué cosa? Pues que en estos tiempos de turismo de masas, low cost y ofertas last minute, cuando algunos creen que viajar consiste en hacer excursiones regladas, todavía sobreviva un digno representante de la vieja estirpe del viajero ilustrado. No deja de ser tan extraño como maravilloso. Ya saben: alguien que deja sin dolor, más bien con cierta alegría, el supuesto hogar –si es que existen las patrias– y se marcha, generalmente solo, y con un mísero billete de ida o una bolsa de ropa vieja, a cumplir con el hermoso sueño que algunos, casi todos, tuvimos de niños: poner de pie un punto en el mapa. Ser capaz de representar físicamente lo que hasta entonces no era más que un nombre. Un sitio cualquiera. Un espacio desconocido.
Forajidos del Delta
Es seguro. Casi ninguno respondería si nos oyeran decir su nombre. Por prevención ante la ley o por una simple cuestión de carácter. Lo suyo era otra raza. Mejor usar un mote, un apodo. Ser apenas una sombra. Dioses negros encarnados en la piel de sencillos aparceros, jornaleros, contrabandistas. Buscavidas, balas perdidas, vagabundos. Carne de cañón. Su origen exacto no siempre está claro. Su pasado acostumbra a ser difuso, cuando no inquietante. Mejor así: todo facilita la leyenda. Procedían de un mundo antiguo, comunal. Viejo y raro. Trasterrado, reinventado una y mil veces en otros espacios: las cabañas de las plantaciones, las celdas de los presidios, oxidadas estaciones con trenes herrumbrosos a punto de salir, decrépitos almacenes de ladrillo roto, depósitos de material desfasado.
El anarquista spenceriano
Lo dice Santiago, uno de los platicadores de Conversación en la Catedral. “Es lo mejor que le puede ocurrir a un tipo: creer en lo que dice, gustarle lo que hace”. O quizás sea lo peor, según lo que suceda a su alrededor. Como escribió Truman Capote, “cuando Dios le da a uno un don, también le otorga un látigo. Y el látigo es únicamente para poder autoflagelarse”. Dicho de otra forma: no existe el éxito sin esfuerzo. No hay utopía sin decepción. A Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) el Premio Nobel se le ha aparecido con 74 años, en el tramo postrero de su vida. Aunque, al contrario que Cervantes, sin tener el pie en ningún estribo. Nada extraño en el caso de un escritor que acostumbra a creer, sin dogmatismos pero con firmeza, en aquello que declara. Que disfruta, más que con los honores y los galardones, con la esencia de su oficio: el hecho de escribir.
Max: el periodista 1.176
Lección primera: “Un periodista no puede quedar a merced de la primera autoridad que se sienta agraviada por sus escritos”. Miguel Delibes dejó esculpido este principio, esencial en el oficio, en una carta que redactó en defensa de Manuel Fernández Areal, al que en 1964 le hicieron un consejo de guerra en Valladolid por proponer en un artículo la reducción del servicio militar. Entonces estaba en la cima: había sido la cabeza visible de El Norte de Castilla, el periódico en el que entró como dibujante un día extraño de 1941 y que, con intervalos, dirigió hasta en dos ocasiones (primero de forma interina; después con todos los honores) y donde hizo de todo. Entre otras cosas, cobijar y formar a periodistas que después hicieron época, como Manuel Leguineche, César Alonso de los Ríos o Francisco Umbral. Instituciones del periodismo español.