Se tienen que tener las cosas muy claras para mandar al diablo la teoría de la pirámide invertida. Cinco preguntas no sirven para contar la verdad. Tomás Eloy Martínez (Tucumán, 1934-Buenos Aires, 2010) hizo este ejercicio disidente con grata rebeldía y pertinaz vocación. ¿Beneficiarios? Sus lectores, a los que nos deja buenas novelas y un soberbio corpus de artículos y crónicas de nuevo periodismo –el de siempre: andar y contar– donde los recursos literarios, las licencias, no tienen otra misión que decirte lo que pasa. Señores, el periodismo es una cosa seria.
Diario de Sevilla
Un ensayista en miniatura
Si algo bueno tiene el hecho de morirse, sobre todo a la más que respetable edad de 103 años, es que por fin dejan a uno de zarandearle de aquí para allá. Se terminan los homenajes, las mesas redondas y los forzados bolos literarios, que casi siempre cobran otros y padece el protagonista. Junto a los pregones, los homenajes en vida tienen cierto punto sádico. Llevados al extremo son una auténtica tortura. Francisco Ayala, el eterno escritor en su siglo, que había rebasado ya la centuria, acaso por su vieja costumbre de llevar la contraria con una sonrisa incluso a tan insigne título, con el que, por cierto, bautizó una de sus más notables recopilaciones de artículos, vuelve de nuevo a ser lo que siempre fue: tan sólo un escritor.
Onetti: Nihilismo bajo el aguacero
Ahí lo tienen: quieto, seco de carnes, enjuto. Con un leve estrabismo antiguo, perceptible a través de las negras gafas de pasta. Los viejos anteojos de siempre. Con el sombrero ladeado, como el Sam Spade de las novelas de Dashiell Hammett, una de sus pasiones, junto al whisky, favoritas. “Soy perezoso. Sólo aspiro a que me dejen en paz”, confesaba en una de esas encuestas apresuradas a las que a veces se someten los escritores para parecer condescendientes con los periodistas. Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1909; Madrid, 1994), escribidor maldito y precursor –junto a Carpentier y Borges, acaso también con Rulfo– del celebérrimo boom de la literatura hispanoamericana, y por eso mismo descolgado –dada su condición de pionero– del fenómeno editorial que marcó la segunda mitad del pasado siglo en español, cumpliría un siglo si aún estuviese vivo. Cien años de incertidumbre.
El oficio de andar y contar
Existen, con variantes, dos estilos de periodistas. Dos, digamos, estirpes. Una: la de aquellos que hablan de sí mismos y, por extensión, de sus amigos, que es otra forma redundante de hablar de uno. Gente que parece estar en el oficio de paso, aunque logren perdurar en el tiempo, con las miras siempre puestas en algún otro sitio, además de en su ombligo. A principios del pasado siglo, éstos eran los periodistas que ambicionaban dar el salto, vivir ese tránsito que consistía en ir desde el periódico a la política, entendida ésta como el ejercicio de un cargo. Igual que antaño se soñaba con ser gobernador civil, ahora hay quien aspira a ser dircom (director de comunicación) o pontificador de cuadrilla. Cuestión de sofisticación. Nombres diferentes para la misma conducta: ir por la vida haciendo lobby, soltanto la vieja frase aquella de «usted es que no sabe con quién está hablando» y mostrándose en los múltiples escenarios del lugar.
Esquinas rotas y geografías tristes
Montevideo es una urbe extraña. Triste, brumosa, algo desvencijada. Con ese marcado e intenso olor a humedad que, en especial en el Río de la Plata, tiene todo aquello que está viejo no tanto por el mero paso del tiempo, sino porque acaso se haya usado en demasía. Montevideo sufre de a ratos, como diría Cortázar, los hondos males de la garúa(vocablo que viene del portugués, pero que desde hace décadas es término lunfardo; el código rotundo del tango) y padece cierta e injusta condición de periferia.