Los almendros respiran. Los humanos, resoplamos. No damos para más. Los fríos leves de este invierno sureño han llegado con retraso –en realidad no han llegado todavía– y la Feria del Libro, que se estrena este año en el Prado de San Sebastián, se presenta de improviso, sin avisar. Uno no sabe si es por coincidencia, por conveniencia política –que es lo que me temo que ocurre– o por diplomacia comercial. El caso es que, por lo visto, en Navidades se venden más libros que el resto del año, aunque sigan leyéndose exactamente los mismos: pocos. A pesar de esto, todavía queda bien regalarlos, envolverlos, prestarlos; enviarlos con un tarjeta llena de buenos deseos y protocolo gélido. Felices fiestas and all this stuff.
Disidencias
José Luis Jurado: la dicción milagrosa
Antes de que existiera Google, estaba Pepón. En la radio tenía otro nombre: José Luis Jurado. Daba igual. Todos lo llamábamos Pepón. Evidentemente, un exceso –fruto del cariño– por nuestra parte. Nunca nos dio licencia para esta confianza. No hacía falta: como todos los tipos grandes, para estas cosas jamás hubo que pedirle permiso. Protocolo cero; humanidad, cien. Pepón era del linaje de los verdaderamente irrepetibles: inmenso, independiente, cosmopolita, culto y un tipo excelente. También era periodista, un cronista con una dicción milagrosa. Cuando hablaba, sobre todo de las cosas que le gustaban, te llevaba a otro planeta.
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Hojas de invierno
En los sueños de la infancia, pesadillas de niñez agreste y asilvestrada, en la que los demás jugaban al fútbol y uno no conseguía enhebrar ninguna táctica, siempre hacía frío y era de noche. Son dos de los tópicos de la mejor literatura: un vicio de madrugadas llenas de música sucia, alcohol, contextos que no casan, una cueva mental donde refugiarse de la vida exterior. De noche todo era más puro: se escribía mejor, se maldecía mejor, se hacía arte sin testigos o se mataba con más dedicación, mientras que las mañanas sólo ofrecían un asiento –no siempre cómodo– para ver cómo los demás trataban de hacer sus negocios engañando al prójimo. Algunos le llamaban a eso prosperar. Todavía lo hacen. El prójimo también era uno, claro.
Literario y singular
Los grandes hombres son aquellos que cambian el rumbo de las cosas y dividen en dos a la historia. Al menos, eso dice cierta tradición historiográfica que acostumbra a mezclar la biografía de algunos con las crónicas de todos. O lo que es lo mismo: que prefiere contar la historia común a través de la vida de sólo unos pocos. Se trata de un error extendido y frecuente éste de analizar a los pueblos a partir de la vida de un único individuo. Suele dar resultados parciales, poco rigurosos en términos académicos, pero es mucho más simple y, muchas veces, más rentable desde el punto de vista estrictamente comercial. También resulta más atractivo para aquellos que son aficionados al convencimiento fácil.
Prosas de infancia
La literatura está llena de glosas sobre la infancia. La memoria, uno de los músculos literarios más importantes con los que cuenta cualquier escritor, como nos enseñó Proust, mantiene una relación estrecha con ese extraño periodo de inseguridades y descubrimientos, de perversiones e inocencias, que es la niñez y, por extensión, la primera adolescencia. Esa edad que al mismo tiempo es comienzo y término de la vida que hasta entonces nos definía como seres ajenos, individuos de prestado, sin más agarres propios que unos pocos sueños y más medios para cumplirlos que los cedidos, herramientas por lo general de desecho. Nadie puede realizar sus sueños con instrumentos ajenos.