El cambalache de las fechas siempre es una buena excusa para recordar a escritores y poetas olvidados. Los aniversarios son un buen pretexto para sacar del baúl del olvido a poetas que en su día soñaron con alcanzar la inmortalidad y que tras el paso del tiempo nadie lee si no es por estricta obligación escolar. Nunca dejaron de ser grandes, pero ya no les hacemos caso. Uno de ellos es Rubén Darío Sarmiento. Está en el canon lírico en lengua española, es cierto, pero su obra para algunos se ha convertido en un hermoso anacronismo. Su prosa es prácticamente desconocida. Tampoco se le recuerda como periodista. Su imagen quedó resumida para siempre, y de una sola vez, en la famosa foto que lo inmortaliza como prematuro cónsul de Nicaragua en París.
Disidencias
Delibes, el cazador de palabras
Siempre llegábamos a sus libros a principios del caluroso mes de junio, cuando el curso expiraba y nosotros, los escolares, pensábamos en los exámenes finales, que nos aguardaban como asesinos ocultos detrás de las esquinas de la clase. Su rostro estaba en el último tercio del manual. Era como un paréntesis en el temario: resultaba raro estudiar en clase al escritor que más leíamos en casa. Una suerte que sólo explica la falta de competencia provocada por el exilio republicano. Delibes entró en los libros de texto joven y terminó quedándose para siempre. Esta gloria escolar tan temprana ha terminado perdurando.
La novela: un espejo cóncavo
A principios de los años veinte Ortega y Gasset pronostica el cáncer definitivo de la novela. Un género en clara decadencia, según su diagnóstico. El tiempo ha pasado y ha ocurrido lo contrario: la novela ha sobrevivido a todas las vanguardias, tan pretenciosas como efímeras, y a las singulares innovaciones que en su día fueron la última moda indiscutible, sin dejar en ningún momento de ser el género más importante de los dos últimos siglos. Desde hace tiempo todo el mundo escribe novelas. O, al menos, lo intenta. Que se consiga ya es otra cuestión.
El escritor es el estilo
Llegó a Madrid procedente de la eterna provincia, Valladolid en este caso, una tarde de tantas, deslumbrado por los iluminados, buhoneros y pícaros de todo tipo y pelaje que vagabundeaban por la Villa y Corte, tan descortés. Desde las sucias y ácratas pensiones en las que malgastó su juventud hasta su dacha en Majadahonda retrató con goce y sarcasmo el panorama social y político de la España de la Transición, aquella revoltosa y fecunda época en la que muchos soñaron con cambiar este país. Todo se quedó en palabrería y un sinfín de instituciones. Durante un tiempo fue fiel al entrañable y famoso Café Gijón, en el que entró en una de sus primera noches en la capital, cuando soñaba con ser escritor y se embriagaba al ver el centralismo de la urbe-madrastra que a todos hacía luz de gas. Fue odiado y adorado, rara vez fue ignorado. Respondía al nombre de Francisco Umbral aunque muchos de los taxistas madrileños –que apoyaron su candidatura a la Academia– lo llamaban Pacoumbral.
El mundo que viene
La teoría del contrapeso. Ésta es la tesis a la que se acoge Juan Goytisolo en La Saga de los Marx, una fabulación en la que hace revivir –imaginariamente– a Karl Marx y a toda su nutrida concurrencia para tratar de adivinar el futuro inmediato que nos espera. El fondo de su relato es simple: el comunismo, estalinismo por concretar algo más –Goytisolo habla siempre de supuesto socialismo científico–, cayó en 1989 fruto de esa perversión histórica que termina convirtiendo las utopías –toda utopía tiene vocación revolucionaria; decir lo contrario es una sandez– en puro cartón pragmático. Se sabe desde muy antiguo: el poder lo corrompe todo y usa las ideas del momento para su propia perpetuación.