Desde Virgilio, y quizás porque en nuestros genes, además del idioma, exista algún elemento inequívocamente terrestre, el campo ha tenido una lectura (literaria) de corte amable y, con frecuencia, bucólica. Uno siempre ha creído lo contrario: el campo es un territorio imposible, inhóspito, un tirano que arranca la piel a tiras a los agricultores, que son los únicos capaces de domesticarlo. Por supuesto, éste es el sentir de los niños urbanos, ajenos por completo al paso de las estaciones –en mi ciudad sólo hay dos–, ignorantes del nombre de los árboles, alérgicos al olor de los arbustos.
Disidencias
La madre muerta
Hay muertes florecientes. No es una exageración. Tampoco una metáfora. Es una evidencia: un deceso, en ocasiones, es como un ramo de flores; con su presencia provoca en los que se quedan que brote aquello que dormía en su interior, ese agujero negro que llamamos intimidad, el refugio de nuestras penas, construido con libros, sinfonías y las voces cercanas. La muerte, sobre todo cuando es rotunda, nos recuerda lo que escribió Benedetti: el sufrimiento es un ilustre apellido que usamos todos, un título de armas que comparte desde la nobleza más decadente a la masa más populista.
Los grilletes del tiempo
El calendario es una forma secreta de asesinato. Especialmente cuando se queda sin hojas. El sentido del tiempo, ese devenir que no podemos detener, la sensación de que la vida no es más que un gran salto al vacío que siempre sale mal, se afila las uñas con el correr de las estaciones y los días, establecidos entre los horarios laborales y los festivos. Todo día puede ser un día de trabajo. Cualquier jornada puede ser festiva. Depende de nosotros. No hay muchas cosas que atenúen con eficacia la sucesión de las horas: las drogas, ciertos alcoholes, algunas mujeres y, por supuesto, un ramillete de excelentes libros. En estos tiempos de neoliberalismo y caldos espesos, cuando la ideología se ha reducido a un eslogan, cuando las cosas carecen de importancia, cuando los principios más sagrados han sido borrados por una lluvia sin piedad, la única revolución posible es la personal. El milagro de no sentir el precipicio cronológico; saber eludir el tránsito de los minutos, los días, los meses y los años.
El divino fracaso
Se dice de los poetas: personajes sin juicio, con escaso seso y sorbidos por la literatura, como Alonso Quijano. Gente con un inefable sentimiento que los conduce, como si su caminar discurriera por el sendero de un erial, hacia el sufrimiento, la bilis, el desconsuelo, la amargura más negra. Al abandono, destinados están, los hacedores de libros. Los literatos tienen fama de sufridores ilógicos. Ellos mismos se ven como reos, cautivos por las cadenas que Baudelaire fijó –para siempre– en su Spleen de París. Es el hastío, como un túmulo de media tarde en cualquier cementerio de provincias o la muerte, como una nube que pasa.
Gardel, el poeta
La historia, esa maldita dama que transforma las cosas en función de su capricho, nunca del nuestro, resucita estos días la figura del más grande cantante de tangos que han visto los siglos pasados y verán los venideros: Carlos Gardel, el poeta. De su naturaleza lírica no cabe duda. Lo dice el callejero de la calle Suipacha, el Buenos Aires arbolado de las esquinas, el arrabal convertido en pieza de ficción sentimental. Como todos los grandes poetas, Gardel vivía el desconsuelo de estar vivo, ese desengaño que consiste en levantarse todos los días sin motivo para certificar –nada más hacerlo– que más valdría no haber salido de la cama. En unos tiempos en los que los poetas dan por sentado que son verdaderos genios –incluidos los vates de provincias, que son los más pesados de la tribu– resulta no sólo gratificante, sino pertinente volver los ojos sobre el gran mito popular del Buenos Aires idealizado de principios del pasado siglo.
