Aullar cuando se ha sobrepasado la cincuentena –la mitad de la vida, mitad que nunca es la mitad, porque la vida nos mata siempre antes– en vez de un mérito supone la constatación de que todavía se padece una inevitable voluntad disidente, personal y ácrata, cosa de la que últimamente vamos andando bastante cortitos. Tan escasos como de buenos escritores contestatarios, que en un determinado momento histórico fueron una degeneración de la literatura ensimismada contra la que ya predicó en vano hace muchas décadas Sartre, al que apodaban el bizco de la rive gauche. Todo quedó en nada. O casi. Muchos de aquellos rebeldes han desaparecido. Otros han engordado.
Disidencias
Humor de clavicordio
A Dios, que me cae (también) muy simpático.
¿Se acuerda alguien de Enrique Jardiel Poncela? No, ¿verdad? Pues deberían acordarse. Lo digo mayormente no por sus hilarantes obras de teatro, a las que se dedicó durante la última etapa de su vida, sino por su desconocida faceta como novelista; afición, oficio más bien, bastante desconocido en su caso y por el que merecería haber pasado con algo más de gloria de la que, con cuentagotas, conceden los antólogos al libro grande de la literatura nacional. La figura de Jardiel, humorista de clavicordio, pianista ejemplar de las teclas de la risa, padece desde el novecentismo las consecuencias de una especie de edicto que en su momento lo condenó a quedar encuadrado en ese capítulo anecdótico que los profesores de literatura incluyen en los manuales universitarios.
Vindicación de ‘Pepita Jiménez’
La mejor novela anticlerical que recuerdo –después de las de Unamuno, claro– es la que escribió en plena época decimonónica Juan Valera, apodado el esteta, cuando su generación literaria, la formada en 1868, fluctuaba entre el costumbrismo feroz y los primeros ribetes de realismo organizado, que no nuevo, porque el realismo en la literatura española ha sido siempre un sabañón imperecedero. La lectura de los libros de Valera está olvidada desde hace décadas. Uno echa de menos que tantos devoradores de la nueva narrativa –en realidad no es tan nueva– se acuerden de vez en cuando de sus ancestros: Galdós o Clarín. Pedirles más sería demasiado. Pereda, Alarcón, Valera y hasta Larra –a quienes sólo leían en sus tiempos los aprendices de periodistas sin sospechar que lo suyo ya no se parece ni por el forro a lo de ahora– están completamente olvidados en el trastero donde los estudiantes y los que no tienen suficiente amor por la lectura guardan los libros amarillos del bachillerato.
Han sido descalificados por vetustos, antiguos, mojigatos con serrín en la pluma y no sé cuántos más adjetivos, todos ellos despectivos. No es la intención de este artículo recuperarlos para la cultura contemporánea –una cultura que no se sostiene en parte sobre su pasado siempre es falsa y endeble, mero cristal quebrado–. Sería pretencioso por mi parte. Otros con bastantes más méritos lo han intentado y su reivindicación ha caído en saco roto. Nuestra aspiración es bastante más humilde: glosar parte de una tradición narrativa que tiene como referente a uno de los escritores del XIX que no sólo resulta tragable en estos tiempos que corren, sino que es incluso ameno y entretenido. Valera es un anacronismo. En su época y ahora. Las niñas de posguerra lo leían como a un Dios.
Su cuento amoroso más famoso –Pepita Jiménez– fue un éxito popular comparable al que tuvieron los culebrones y los folletines televisivos. A Valera se le vincular con esta literatura de consumo, a la que los ignorantes y aquellos que respetan o denigran a un escritor por su público más que por su calidad literaria, desprecian. Quizás por eso, por tener este público, es un escritor que terminó pasando a la historia como un escribano cándido al que su moral burguesa le impedía cuestionar los cánones de su clase –la media–, que después terminó protagonizando lo mejor de la narrativa finisecular española. Sus novelas no son perfectas, obviamente, pero en su papel de burgués ingenioso, un señorito del casino de Cabra, fue el escritor que estilísticamente más arriesgó. Más de un siglo después de su tiempo todavía podemos leerlo sin aburrirnos, como si fuera una pieza decorativa y ejemplar de un viejo salón de los pasos perdidos.
Es bastante más que ciertas novelitas cortas o esos cuentos que escriben algunos nuevos escritores para camuflar su incapacidad –esto de escribir es un oficio difícil; no lo hace cualquiera– a la hora de construir una historia que se sostenga sola, por sí misma. Deberíamos volver a leer a Valera aunque esté pasado de moda. Aprenderíamos mucho. Faulkner lo explicaba con un consejo:
“Leed, leed, leedlo todo, la basura, los clásicos, lo bueno y lo malo…fijaos cómo lo hacen y después escribid”.
Quien esté aburrido de lo de siempre puede hacer un acto artístico, y en parte decadente, y recuperar Juanita la Larga y Pepita Jiménez. No descubrirá el sentido de la existencia, por supuesto pero seguro que pasará un buen rato a la manera de sus abuelos. En las reuniones de los amigos con pretensiones intelectuales podrá incluso presumir de haber descubierto a un escritor snob. Esta vindicación, como su propio nombre indica, es una defensa, por escrito, de aquel contra el que se han lanzado críticas y acusaciones de gravedad. A Valera algunos lo castigaron a la pena de la goma de borrar. La decisión de ignorarlo, siquiera como anomalía, era una ofensa que merecía una modesta –por mi parte– reparación libresca. Sobre todo ahora que tanto experto en narratología teórica pretende descubrirnos el Mediterráneo.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[9 de junio de 1994]
Del cuento y otras historias
La literatura de la reduplicación consonante y de los nombres con misterio latino. Onetti muerto y Benedetti más vivo que nunca. Sobre todo por dos de sus infinitos libros: el Inventario y los Cuentos Completos que editó Alfaguara. El poeta, que firmaba con un nombre tan candoroso como Mario, encarna a un tipo de escritor que se prodiga poco en estos tiempos por la república de las letras, poblada de autores con un afán de protagonismo superlativo –el ego es necesario, aunque acaso no tanto– que, en las entrevistas firmadas por ellos, ocupan más espacio que sus invitados. A algunos periodistas también les pasa.
Algunos consejos contra el Sistema
Agustín García Calvo escribió un libro, a trozos, en artículos de periódico, sobre la sociedad del bienestar, esa entelequia de fin de siglo que políticos, tecnócratas y adláteres a sueldo se han encargado de publicitar para justificar una política que llaman liberal sin serlo. La temática de este artículo no es, sin embargo, política. Su intención es crítica: pretende describir la forma, el estilo, el alma del libro, casi un opúsculo, del que fuera catedrático de Clásicas en la Hispalense. Uno se quedó sin conocer su magisterio por edad y porque en su etapa académica no existía ya la Facultad de Letras, rebautizada con el nombre de Filología. No importa demasiado: la forma nos conducirá al contenido.