Baruch Spinoza (1632-1677) es un filósofo extraño. Proscrito por su propia tribu –los judíos holandeses– y racionalista convencido en un mundo configurado por la religión, su biografía cuenta que tuvo el valor de dejar de acudir a la sinagoga, donde los intérpretes de la ortodoxia mandaban sobre mentes y haciendas ajenas –lo primero siempre conduce a lo segundo–, y se marchó a los suburbios de Ámsterdam, esa Jerusalén del Norte, para dedicarse al oficio de pulir lentes de instrumentos ópticos. Hace falta tener una paciencia infinita para sacarle brillo a un cristal. Tanto como para pensar solo, un vicio imperdonable en una sociedad que, entonces y ahora, se entrega con un raro entusiasmo a los líderes dogmáticos. “El instinto natural de cada hombre no está determinado por la razón, sino por el deseo”, escribe en su Tratado Teológico Político. Su teoría del poder es apasionante pese a que se le haya censurado no ser partidario el voto femenino, una carencia propia del siglo XVII. Hizo acto de contrición en un epitafio inventado: “Escupid sobre esta tumba, aquí yace Spinoza”.
Letra Global
Arturo Barea, la literatura del revés
Barea, de nombre Arturo, dedicó la gran obra de su vida —La forja de un rebelde– a dos mujeres: “La señora Leonor”, su madre, una humilde lavandera; y a Ilsa Kulcsar, la austriaca con la que pasó penurias, se casó de segundas y a la que entregaba, para que los vertiera a su extraño inglés centroeuropeo, cada uno los capítulos de esta novela memorialística donde cuenta su infancia en el Madrid previo a la Guerra Civil, una ciudad estrecha y pavorosa cuyos límites razonables terminaban justo en el pago de Lavapiés, “el fin de Madrid y el fin del mundo, donde empezaba el mundo de las cosas y de los seres absurdos”. Barea se crió en aquel abrevadero a cielo abierto, “el barrio de las injurias”. La España oficial de finales del XIX y principios del XX, con su monarquía decrépita, sus curas perpetuos, sus militares golpistas y sus políticos corruptos, “tiraba sus cenizas y su espuma” por aquel desagüe.
Las lecciones de Ishiguro
Escribir es una forma de manejar analogías. Igual que vivir. Con frecuencia percibimos el hecho literario como una ceremonia social. Publicar una novela se ha convertido desde hace mucho tiempo en un ritual donde el éxito aparente (que no es lo mismo que el literario) y la santificación de la biografía del artista marcan la valoración general. Ninguna de ambas cosas son inocuas, pero para conocer la verdadera trastienda de un escritor resultan insuficientes. El último premio Nobel, el británico-japonés Kazuo Ishiguro, ha dejado escrito en su discurso de aceptación del galardón sueco un magnífico retrato de cómo fue exactamente su particular forja como novelista, el camino de iniciación (que también es el sendero de la madurez) que le ha conducido no tanto a ser reconocido como primus inter pares, sino a escribir determinadas obras donde la retórica funciona como una escalera ascendente hacia la emoción humana.
García Gual, el sabio tranquilo
Los seres humanos padecemos, en mayor o menor medida, una enfermedad genética: la compulsión narrativa. No está diagnosticada por la medicina, sino por la literatura, que es la terapia secreta del alma. Uno nace oyendo historias y se muere contándolas. Entre ambos momentos la vida consiste, sobre todo, en habitar con acierto tu propia narración. Somos los héroes –y los antihéroes– de nuestra historia particular. El descubrimiento de la ficción suele comenzar con los cuentos y, al menos antes, se afianzaba con el conocimiento de la mitología clásica, universo fascinante donde los personajes tienen doble nombre (griego y latino), igual que los espías, y las fábulas con la apariencia más fantasiosa devenían sin problemas en el patetismo de las historias humanas, demasiado humanas, como dejó escrito Nietzsche.
Gimferrer, el tigre eléctrico
Gimferrer, al principio, era una melena rebelde, la melena de un joven y extrañísimo poeta. Ahora, con el pelo cortado a la manera de los catedráticos eméritos, pero con la misma parsimonia de los grandes escépticos, parece un filósofo centroeuropeo: atento a todo y, al mismo tiempo, con un cierto aire de despiste, entre dandy y cercano. Es un sabio porque siempre se ha dedicado a lo que más le gusta –los libros, el arte, la música– y no le ha ido demasiado mal, quizás porque aprendió muy pronto que la vida es demasiado corta para desperdiciarla haciendo aquello que no quieres o pretendiendo conseguir lo que no tienes. Hace unos días le han dado –porque los premios se otorgan, no se ganan– el García Lorca de Poesía, un galardón que el Ayuntamiento de Granada instauró en 2004 para conmemorar al escritor de Fuentevaqueros y celebrar la poesía, ese pan tan escaso.