Josep Pla, que irónicamente decía que no dominaba el castellano, esa lengua que tiende a construir frases muy largas que terminan “con forma de cola de pescado”, como le gustaba contar para captar la benevolencia ajena, que es la forma retórica de seducción más práctica que existe, es probablemente uno de los mejores prosistas en español del pasado siglo. Sólo se le acercan Baroja, Camba y Chaves Nogales, aunque el falso payés cosmopolita de Palafrugell citara siempre a Pérez de Ayala como ejemplo de buen escritor. Lo cierto y verdad es que frente al barroquismo adolescente y a la prosa de sonajero que tan buena prensa tuvo durante la Santa Transición, la apabullante opera omnia de Pla –30.000 páginas en 47 volúmenes publicados por Destino– ha resistido el paso del tiempo tan fresca como una lechuga recién recogida del huerto.
Letra Global
Las patrias infinitas de Azorín
Azorín, el seudónimo de José Martínez Ruiz, articulista y elogiado cronista parlamentario, ha pasado a la historia (de la literatura) por varias cosas: la creación del término Generación del 98, de considerable fortuna; la invención de una particular mitología castellana, destilada gracias al conocimiento de los clásicos españoles y a la fecunda subjetividad del paseante que viaja, y el paraguas rojo con el que –cuenta Manuel Vicent– se paseaba por Madrid. Menos conocida es, en cambio, su visión de las infinitas “naciones de España”, término con el que tituló una de las piezas más logradas del volumen de ensayos España clara (Doncel, 1966).
‘Nabokovia’
Nabokov se pasó la vida huyendo. Primero, de los bolcheviques; aquellos asesinos que venían a salvarnos. Más tarde, de los nazis: dementes uniformados que veían en la muerte de los demás la llama ardiente de un macabro renacimiento. Del único sitio del que no deseaba huir fue expulsado con violencia: el San Petersburgo de su lejana infancia, donde se crió entre estrictos rituales aristocráticos, tres idiomas –ruso, inglés y francés– y un marcado sentido de lo procedente, que es una forma de reconocer a su contrario, que lo acompañaría de por vida, igual que su intenso amor por las mariposas, una de sus obsesiones más longevas.
El anarquista pacífico
Josiah Warren, un músico bostoniano del siglo XIX, nacido en el seno de una familia burguesa, está considerado como el padre intelectual del comercio justo, que es aquel que se consuma mediante la libre voluntad de las partes en función de los costes reales de una mercancía. Es la primera forma conocida de economía cívica. Y una de las vías más pacíficas que existen para ejercer la libertad individual frente a los inevitables deseos de sometimiento ante los demás. Sobre todo en la Norteamérica más temprana, tierra generosa a la hora de suministrar muchas historias vitales de seres extraños, y en apariencia locos, capaces de renunciar a su origen para alcanzar el sueño de ser ellos mismos contra viento y marea.
El escolástico impertinente
Una opinión que no se sustente en un argumento no vale nada. Es una de las grandes enseñanzas intelectuales de Gustavo Bueno, cuya muerte, hace ahora casi un año, coincidió con la extinción de la filosofía del bachillerato preconizada por la Lomce. Todo un símbolo: la educación obligatoria desechaba así siglos de pensamiento en beneficio de efímeras doctrinas pedagógicas. Bueno, padre del materialismo dialéctico, germen de la escuela de Oviedo, fue uno de esos filósofos obstinados y en apariencia antiguos cuya característica básica es la firme voluntad de articular un sistema integral de pensamiento crítico. Con sus virtudes y sus defectos. Esta actitud lo convirtió, paradójicamente, en un intelectual moderno: alguien capaz de pensar por sí mismo. Sin intermediarios. Sin condicionantes. Y sin miedo al juicio de la horda. Lo único que le importaba eran las razones basadas en hechos objetivos. Nada más.