Cicerón, maestro de la oratoria latina, decía que la verdad se corrompe de dos formas: con la mentira y con el silencio. En el rosario de miserias que emergen estos días de la instrucción judicial del escándalo de los ERES en Andalucía, cuyo epicentro está en Sevilla, nunca el silencio y las mentiras han retumbado tanto en nuestros oídos. A la larga lista de intuiciones –presuntas– que hasta ahora nos habían deparado las diferentes piezas del caso se suma ahora la certeza de que todos estos hechos, lejos de ser meras anécdotas, conforman toda una categoría cuyo rango moral es igual a cero. Lo grave del escándalo de los ERES no es sólo el clientelismo, el tráfico de influencias, los excesos cometidos por sus principales protagonistas o el desprecio a la ley y al sentido común que demuestran muchos de los que la juez Alaya está enviando –con indicios verosímiles– a la cárcel. Lo trascendente es cómo, con todos estos ingredientes en el guiso del desconcierto, la ceremonia de la inmoralidad ha llegado a convertirse en un mecanismo casi perfecto, un sistema –depurado, incluso– que se nutre de la desgracia ajena para generar un inmenso negocio.
Hubo en su día quien, probablemente por ser hijo directo de la causa abierta, comparó a los ERES con una suerte de paz sucia. Pretendía así replicar la tesis oficial de los socialistas: el dinero de todos se utilizó para evitar la conflictividad social en Andalucía, tierra de conflicto, como nos dice la historia. Además de una visión paternalista, sencillamente es mentira. El juego de silencios, que ha durado demasiados años, era bien distinto. En Andalucía no se buscaba lograr ninguna paz social, sino aprovecharse del quebranto de muchos para conseguir el beneficio millonario de unos pocos. Un ejemplo nítido del despotismo que se ha ejercido, y todavía se ejerce, en el Sur de España desde casi todas las instituciones, sean del signo político que sean.
Como hijos de una antigua sociedad agraria, donde el poder es la tierra y la influencia de los clanes se asume casi como una ley, la Junta de Andalucía, gobernada por el PSOE desde hace tres largas décadas, no ha hecho sino reproducir el viejo modus operandi del antiguo poder terrenal: «sírveme y te recompensaré». En este punto, no hay diferencia entre los dos supuestos mundos ideológicos en aparente disputa: el de la izquierda y el de la derecha. Ambos han adoptado el mismo patrón ancestral que rige en Andalucía y en Sevilla: hay que enriquecerse aunque sea a costa del mal de los demás.
Quedarse sin trabajo siempre es una desgracia. Prejubilarse, con todos los matices que se quiera, viene a ser lo mismo. Aunque las jubilaciones anticipadas –origen de los ERES– tuvieran menor coste aparente, cualquiera que no dependa de su trabajo pierde dinero, estima e independencia. Tres cosas básicas para poder ser una persona autónoma y libre. No es raro que desde el poder autonómico se presentase este perverso mecanismo de paz social con el cuento de que atenuaba los efectos del paro, presentado como un mal casi bíblico. Detrás de telón, en la tramoya, lo que latía era el sistema de enriquecimiento ilegal de una red de altos cargos autonómicos, despachos de abogados, aseguradoras y comisionistas avant la letre que disfrutaban de un inmenso negocio que consistía en plantear a las empresas –entes mercantiles sin corazón– un maquiavélico mecanismo que sin excesivo coste –pagaba la Junta– conseguía adelgazar sus plantillas y reducir lo que en las escuelas de negocios llaman costes operativos. Gente.
La Junta siempre enfatizó el aspecto social de los programas de regulación de empleo. Un mérito notable, porque nunca existió. La realidad nos muestra ahora los rasgos quebrados una trama negra que cocinaba en despachos insignes –públicos y privados– la desgracia de muchos –los trabajadores expulsados de sus empleos antes de tiempo– en beneficio de una banda de delincuentes que guardaban debajo de la cama maletines llenos de dinero negro recaudado al amparo de un poder que ha tolerado, fomentado y sistematizado un proceso corrupción similar a la caída del imperio romano.
En Andalucía la única industria que funciona bien es el paro. No porque las cifras del desempleo sean escalofriantes, sino porque es la única actividad que da dinero seguro a los de siempre. Un poder que no es de derechas ni de izquierdas, sino esencialmente amoral, pragmático y miserable. De la fragilidad que implica perder el empleo se han nutrido durante décadas los empresarios (empezando por su patronal), los sindicatos, los principales partidos políticos y los diferentes entornos sociales de la élite de Sevilla.
Unos se han repartido los inmensos beneficios de los cursos de formación pagados por la Junta, una actividad concentrada en determinadas empresas–con apellidos ilustres en sus consejos de administración– y que nadie ha investigado a fondo en tres décadas largas de de autonomía. Otros cobraban hasta un 15% de la indemnización laboral por asesorar a los trabajadores afectados por un despido colectivo, comisiones aparte. Por último, los partidos incrementaban sus votos –y sus nóminas– prometiendo durante años soluciones inexistentes a las víctimas de este juego de naipes. La tesis oficial era que todos ganaban. No exactamente lo mismo: a unos el dinero apenas les daba para alcanzar la jubilación; a otros les ha permitido llevar el dinero a Suiza y abrir hoteles en la República Dominicana. Cuestión de clases.
Esta semana algunos de ellos han firmado un pacto institucional por el progreso social y económico de Andalucía. Se han hecho una foto con las manos enlazadas. Han dado discursos. La escena daría risa si no fuera, sencillamente, un acto infame. Tan infame como pegarle a una madre.
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