Cicerón, maestro de la oratoria latina, decía que la verdad se corrompe de dos formas: con la mentira y con el silencio. En el rosario de miserias que emergen estos días de la instrucción judicial del escándalo de los ERES en Andalucía, cuyo epicentro está en Sevilla, nunca el silencio y las mentiras han retumbado tanto en nuestros oídos. A la larga lista de intuiciones –presuntas– que hasta ahora nos habían deparado las diferentes piezas del caso se suma ahora la certeza de que todos estos hechos, lejos de ser meras anécdotas, conforman toda una categoría cuyo rango moral es igual a cero. Lo grave del escándalo de los ERES no es sólo el clientelismo, el tráfico de influencias, los excesos cometidos por sus principales protagonistas o el desprecio a la ley y al sentido común que demuestran muchos de los que la juez Alaya está enviando –con indicios verosímiles– a la cárcel. Lo trascendente es cómo, con todos estos ingredientes en el guiso del desconcierto, la ceremonia de la inmoralidad ha llegado a convertirse en un mecanismo casi perfecto, un sistema –depurado, incluso– que se nutre de la desgracia ajena para generar un inmenso negocio.
Andalucía
La cabeza fuera del agua
La vida es como una antigua cinta de cassette. Se llena de polvo, suena mal y, en ocasiones, sobre todo a medida que discurre el tiempo, se sale de sus propios ejes, desparramándose. Y, sin embargo, encierra en su interior algunos tesoros que nos han hecho seguir adelante. En el acelerado proceso de rebobinado al que la crisis actual nos está sometiendo a todos, que es bastante parecido a lo que hacíamos cuando queríamos escuchar otra vez una canción y el mundo todavía era analógico –nunca dejará de serlo, en realidad–, estamos viendo determinadas escenas que, desgraciadamente, se parecen demasiado a la vida de nuestros padres. Incluso de nuestros abuelos.
La autonomía: manual de instrucciones
Cuando me hablan de la patria, me echo a temblar. No soy el único. Lo sé. Pero no por numerosos aquellos que no creemos en los linajes ni pensamos que los territorios tengan que tener necesariamente una proyección política gozamos de buena prensa. Más bien al contrario. El fenómeno es curioso porque en realidad no es más que una herencia tardía de finales del XVIII y principios del siglo XIX. Los años del positivismo, el romanticismo y el idealismo, que configuraron la noción del Estado-Nación donde antes sólo había imperios, se llamasen reinos o califatos; igual da. Sobre este mismo concepto sigue moviéndose casi toda la política patria, que desde entonces tan sólo ha sido capaz de reformulaciones parciales de la misma vieja idea: el Estado, la Comunidad Autónoma y la provincia vienen a ser para algunos casi como el paraíso, aunque bien es cierto que esta última denominación política (la provincial) resulta mucho más entrañable (por inocente) y absolutamente ineficaz salvo para determinadas cuestiones partidarias.