“Es la vanidad tan vana, y el mundo tan mundo, y los perdidos tan perdidos, que con deseo juvenil velan por alcanzar una cosa y después se desvelan por salir de ella”. En España, donde nunca tuvimos un Montaigne, tenemos a Antonio de Guevara, preludio del ensayismo que tantas glorias literarias ha dado después a nuestras letras patrias y tan escasa cosecha ha recogido en los ámbitos políticos y sociales, donde el simple hecho de pensar se ha visto siempre como un grave pecado capital. Ya se sabe: en las tierras indígenas la mentalidad debe ser ancestral y primitiva. Lo que cuentan son las certezas, no las dudas; no digamos ya las abstracciones.
Cultura
Teología improvisada
Es difícil encontrar un atrio literario que supere al que escribió Dickens para el primer capítulo de su Historia de Dos Ciudades: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos derechos hacia el cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. Aquella época era tan parecida a la actual que nuestras más notables autoridades insisten en que tanto en lo que se refiere al bien como al mal sólo es aceptable la comparación en grado superlativo”.
El cielo sobre nuestras cabezas
Desde los griegos, que fueron los que inventaron la palabra, la autonomía se ha entendido siempre como una cualidad esencialmente individual: aquella que permite a alguien no depender de los demás. Ejercerla implica dos cosas: gozar de una relativa libertad y tener que asumir dosis crecientes de responsabilidad; lo cual, antes o después, obliga a soportar un determinado grado de incertidumbre. En la España de la Transición fue el término que eligieron los padres de la patria para justificar la creación política, en unos casos con más éxito que otros, de las comunidades regionales, que tomaron carta de naturaleza jurídica sobre una vaga herencia cultural hace ahora más de tres décadas. No es demasiado tiempo, pero ha sido más que suficiente para que aquellos sueños líricos de autosuficiencia hayan mudado en una nueva modalidad de dependencia directa que algunos gobernantes quieren disfrazar manipulando el significado de otra hermosa palabra: solidaridad.
Manifiesto para subnormales
El poeta Ezra Pound dejó dicho que toda afirmación general es como un cheque en blanco emitido contra un banco: su valor efectivo dependerá del dinero que exista en la caja. Si el cheque lo firma Botín todos daremos por supuesto que se trata de un compromiso fiable. En cambio, si la rúbrica es de uno mismo el cheque será de entrada sospechoso e incluso puede que falso, pues su enunciación –tengo suficiente dinero para darte parte– se tornará inverosímil en cuanto el saldo bancario se esfume. De donde podemos concluir que emitir un cheque sin fondos acaso sea un delito, pero también es una estafa literaria porque quiebra el pacto ficcional: ese sobreentendido que es la convención tácita que se establece entre quien firma un cheque (el escritor) y quien lo cobra (el lector).
Las edades del tiempo
El tiempo no es más que un concepto mental, una convención intelectual, un mero acuerdo. Durante siglos el hombre ha intentado atraparlo con relojes, cuentas, clepsidras, esferas de arena, cronómetros, los rayos de la luz del sol o el imperceptible movimiento de las partículas de los átomos, la música silenciosa del universo que sólo entienden ciertos físicos despeinados. En el fondo, nunca hemos sido capaces de comprender exactamente su misteriosa presencia. El motivo es óptico: acostumbramos a enjuiciarlo como algo externo cuando en realidad lo que creemos ser capaces de medir con rigor no es sino el difuso tamaño de un fantasma. El tiempo no existe. Nosotros somos el único tiempo que discurre.