En la Milonga del Trovador, el hermoso tango que escribieron Horacio Ferrer y Astor Piazzola, y que solía cantar con su característica voz de arena el polaco Goyeneche, hay un verso que asegura que la voz de Dios afina en cualquier lugar. Una variante del célebre refrán castellano: “Dios aprieta pero no ahoga”. A Fiodor Mijailovich Dostoievski [Moscú 1821-San Petersburgo 1881], desde luego, Dios, en el que al final de sus días terminó creyendo casi con la fe de un viejo carbonero ruso, le apretó bastante el cuello (cuatro años de cautiverio en Siberia tras serle conmutada la pena de muerte a la que fue condenado por conspirar contra el zar junto al círculo de los decembristas) pero le permitió, milagrosamente, retornar por un tiempo a la civilización (San Petersburgo), después de un sinfín de noches y días gélidos y tristes, para dedicarse, en la soledad de sus sucesivas y múltiples casas esquineras (todas ellas de alquiler, situadas en los barrios periféricos de la ciudad del sol de medianoche) a escribir con devoción diabólica algunas de las mejores novelas de la literatura universal.
Literatura
Leyendas sobre una página infinita
El destino acostumbra a gastar bromas crueles. Acaso para que no creamos que podemos escapar de sus garras. Siempre está un paso por delante nuestro torciendo nuestra voluntad, quebrándola. A Jack Kerouac, un chico de Lowell (Massachusetts), de origen católico y ascendencia francocanadiense, antiguo jugador de fútbol americano desde el instituto, le ocurrió más o menos esto mismo. Nunca acertaba. Cuando necesitaba triunfar –no tenía ni dinero, ni casa, ni familia, sólo un sueño que escondía en los hoteluchos de mala muerte de la América subterránea– parecía condenado a perpetuarse como un perfecto fracasado. Cuando el argumento de la trama cambió, cayó en la cuenta, como otros, de que detrás de la adoración excesiva de los demás hay bastante más sordidez que la que suele asociarse a la soledad.
El evangelista laico
Cuando el destino y el tiempo, que casi todo lo gobiernan, hizo pasar a mejor vida (o al vacío, tan previsible) a Fernando Pessoa, el poeta lisboeta, Saramago, que le puso el nombre de uno de sus múltiples heterónimos a la que quizás sea su mejor novela –El año de la muerte de Ricardo Reis–, escribió que el extraño vate del abrigo y las gafas, aquel oficinista solterón con cierto aire de inglés perdido por las calles de Baixa, murió “casi ignorado por las multitudes”. Decididamente, no ha sido su caso. Saramago fallece dejando atrás el máximo galardón de las letras públicas –el Nobel, tan certero en unas ocasiones como ciego en otras– y a un ejército de aduladores, admiradores y cofrades que consideran que en su obra vienen a encerrarse las claves de una forma de entender el mundo basada en cierto concepto del compromiso político y moral. ¿Literatura? Parece una cuestión secundaria.
Extravíos y carreteras secundarias
Es prácticamente un milagro. ¿Qué cosa? Pues que en estos tiempos de turismo de masas, low cost y ofertas last minute, cuando algunos creen que viajar consiste en hacer excursiones regladas, todavía sobreviva un digno representante de la vieja estirpe del viajero ilustrado. No deja de ser tan extraño como maravilloso. Ya saben: alguien que deja sin dolor, más bien con cierta alegría, el supuesto hogar –si es que existen las patrias– y se marcha, generalmente solo, y con un mísero billete de ida o una bolsa de ropa vieja, a cumplir con el hermoso sueño que algunos, casi todos, tuvimos de niños: poner de pie un punto en el mapa. Ser capaz de representar físicamente lo que hasta entonces no era más que un nombre. Un sitio cualquiera. Un espacio desconocido.
Elogio del soldado, menosprecio de retaguardia
Los relatos sobre la Guerra Civil componen una compleja y extraña partitura en la que las notas, en algunos casos bajo la forma del ruido estridente, tienen tanta importancia como los silencios. Ambos cuentan. La narración oficial del conflicto, que los ganadores presentaron como una cruzada, es un primer movimiento de tono wagneriano, obsesionado con justificar la rebelión militar y obviar las escenas de exterminio sistemático. Los perdedores, primero en el exilio, y mucho más tarde gracias a la restauración de la democracia formal que gobierna España, desarrollaron sus propios argumentos en una segunda pieza, en la que se rinde tributo a los caídos ante el fascismo y a aquellos que tuvieron que marcharse huyendo de un régimen asesino, cerril y bendecido por la Iglesia católica. Los testimonios de la tercera España, entre ellos los deslumbrantes textos de Chaves Nogales, no han podido llegar a las academias, los foros y las librerías hasta demasiadas décadas más tarde. En ellos se cuenta la Guerra Civil más amarga: la de quienes se sabían perdedores ganasen unos u otros.
Una crónica para elmundo.es.
