Existen, con variantes, dos estilos de periodistas. Dos, digamos, estirpes. Una: la de aquellos que hablan de sí mismos y, por extensión, de sus amigos, que es otra forma redundante de hablar de uno. Gente que parece estar en el oficio de paso, aunque logren perdurar en el tiempo, con las miras siempre puestas en algún otro sitio, además de en su ombligo. A principios del pasado siglo, éstos eran los periodistas que ambicionaban dar el salto, vivir ese tránsito que consistía en ir desde el periódico a la política, entendida ésta como el ejercicio de un cargo. Igual que antaño se soñaba con ser gobernador civil, ahora hay quien aspira a ser dircom (director de comunicación) o pontificador de cuadrilla. Cuestión de sofisticación. Nombres diferentes para la misma conducta: ir por la vida haciendo lobby, soltanto la vieja frase aquella de «usted es que no sabe con quién está hablando» y mostrándose en los múltiples escenarios del lugar.
Literatura
Esquinas rotas y geografías tristes
Montevideo es una urbe extraña. Triste, brumosa, algo desvencijada. Con ese marcado e intenso olor a humedad que, en especial en el Río de la Plata, tiene todo aquello que está viejo no tanto por el mero paso del tiempo, sino porque acaso se haya usado en demasía. Montevideo sufre de a ratos, como diría Cortázar, los hondos males de la garúa(vocablo que viene del portugués, pero que desde hace décadas es término lunfardo; el código rotundo del tango) y padece cierta e injusta condición de periferia.
Barojiana del ogro
Nació, según confesión propia, en una casa oscura donde para ver la luz del día había que trepar hasta la azotea. Murió dejando 50.000 libros, acaso más, distribuidos por siete estancias diferentes y una legión de discípulos. También de lectores. Porque de las múltiples herencias que devienen de la actividad intelectual de Castilla del Pino –aquejado del complejo de Prometeo: la búsqueda del eterno conocimiento– sobresale su producción literaria, enfocada salvo obras puntuales (El discurso de San Onofre o La alacena tapiada) en busca de una suerte de memorialismo agrio (sus recuerdos dieron para dos magníficos volúmenes: Pretérito Imperfecto y Casa del Olivo, escritos con ocho años de diferencia) en el que hacía suya la frase de Ortega y Gasset: “Un espectador es aquel al que casi todo le mueve a reflexión”.
Memorias cruentas del Trópico
Virgilio Piñera decía que la literatura no es sólo una cuestión de estilo, sino que tiene que ver con la respiración. El estilo, en el fondo, es eso: una forma determinada de respirar, un movimiento propio, intransferible, único. Piñera, homosexual dramático, dramaturgo aún por descubrir, olvidado genio de la literatura cubana, es uno de los personajes que Guillermo Cabrera Infante se encarga de recuperar en el compendio de biografías nostálgicas que forman Vidas para leerlas, una reunión de textos en la que el ilustre exiliado cubano, Quevedo transterrado con habano y monóculo británico, hierático modelo de sí mismo, recupera una parte de la vida que conoció en la Isla antes de que la revolución castrista se hiciera estalinista y dejara de ser cubana; esto es, antes de que el sueño de libertad se enquistase y el paraíso en la tierra se convirtiera en un reino de represión y dogmatismo.
Final de viaje #1
Los finales tienen mala prensa. Y fama de tristes. Pero a uno siempre le han gustado los finales, las estaciones término, las metas, el último tramo de las escaleras y los precipicios. Supongo que se debe al pavor ancestral que inspiran las cosas que aspiran a ser eternas, rotundas, indestructibles. La primera condición de los seres inteligentes consiste en evidenciar que en la vida absolutamente todo es finito. La muerte es la única cosa perdurable que nos concede el destino. Todo lo demás es temporal: la familia, los hijos, el trabajo, la salud, la rabia y hasta el espanto. Todos estamos encadenados a esta premisa fatal. Es un hecho: la vida se termina.
