El fascismo, ese pastel amargo en el que la ignorancia y la prepotencia se mezclan, acostumbra a usar vestimentas, chaquetas y chalequines de ferviente progresismo. Se diría que, lejos de formulaciones dulces, ha decidido unirse a su presunto enemigo –la democracia– hasta consumar un paradójico romance en el que el despechado siempre termina siendo el sistema de libertades (vigiladas). La reflexión viene a cuento de la última diatriba con la que nos deleita el mundo de las letras, aunque las letras sigan estando en realidad bastante lejos de estas tonterías de salón.
Literatura
Tiempo de sátiras
Tiempos modernos, tiempos de sátira. Los medios, el dinero, la mierda del dinero, el dinero de mierda, los columnistas, los patronos, los tertulianos de las ondas, los sindicatos, el Rey, la Corona y el Vaticano. Todos se merecen –nos merecemos– una sátira, el único género literario que hoy en día, época de derrumbes, puede salvarnos in extremis de la locura cotidiana. La sensación no es nueva. Ya la enunció Max Estella en Luces de Bohemia: “El suicidio colectivo”. Nadie le entendió.
Protocolos literarios
Se murió. Se nos murió. Se le murió a su familia, a la Corona, a los españoles, a la ministra del ramo, que lloraba a moco tendido, a los discípulos de Ortega y a los chicos de la Revista de Occidente, tan nombrada como escasamente leída. Chacel, la abuelita de las letras españolas, se largó de repente: en medio de homenajes emotivos, recuerdos y desagravios que pretendían borrar, aunque fuera tan a destiempo, la ignorancia que la emparedó desde que volvió del exilio, ese horizonte donde el vino es agrio y los recuerdos son duros, punzantes y, sobre todo, irrecuperables.
Relatos de estío
El verano nos trae cuentos, relatos de estío con los que –se supone– entretener la siesta, la tarde, la playa, cualquier cosa. Vienen anunciados con letras enormes, en titulares de cuerpo henchido, para que el lector –si lo hubiera o hubiese– los vea bien y no se los deje atrás, perdidos entre tanta crónica política, periodismo oficialista, historias de putas, banqueros y corruptos y tarantelas de berlusconis y culturetas del régimen y la subvención. Los cuentos son como el calor: aparecen en los diarios cuando ronda agosto –en ocasiones incluso antes– y desaparecen tan pronto como el otoño nos recuerda que el calendario es algo contra lo que hay que luchar sabiendo de antemano que tenemos perdida la batalla. Con los fríos desaparecen, tal y como llegaron, y vienen las obligaciones, el curso, la escuela y lo doméstico, hirsuto y triste.
Cristaleras de Westminster
Wilde, la eternidad y el rango sagrado que otorga una cristalera. En esta singular disquisición bizantina se han pasado las últimas semanas los miembros más acreditados y circunspectos de la hierática y educada sociedad cultural británica. Han discutido, escrito y lanzado a través de las ondas –la doctrina intelectual que no se propaga mediante las tertulias parece condenada a morir enterrada en un mar de papel– la conveniencia o propiedad –en el mundo sajón todo es corrección, empezando por el patrimonio– de incluir el nombre de Óscar Wilde, encarcelado por sodomía, en las cristaleras de la Westminster Abbey, junto a la estancia conocida como la esquina de los poetas.
