Borges presenta muchas analogías con Homero. Demasiadas para no sospechar. Ambos eran poetas. Ambos se quedaron ciegos. Y ambos fueron considerados por la posteridad, esa juez inmisericorde, dos sabios de su tiempo. La gran diferencia entre ellos, sin entrar en cuestiones estilísticas ni en circunstancias de espacio y tiempo, es que el primero existió en realidad mientras que la presencia del segundo sobre la Tierra es una suposición. Una convención cultural. Perfectamente podría haber sucedido que Borges no fuera más que una proyección irónica de Homero, una reencarnación secreta para la posteridad. El cambio de nombre entonces era obligado. Para despistar. Y porque en la Argentina, que este año es el país invitado al Líber, la onomástica homérica se reserva para los letristas de tango, como Manzi.
Literatura
Savater, pensar sin permiso
Una vez dijo de sí mismo: «Fui un revolucionario sin ira, así que espero terminar como un conservador sin vileza». No está mal para alguien que descubrió la vitalidad del placer a partir del nihilismo. Todo un viaje. La vida intelectual de Fernando Savater (San Sebastián, 1947) se aproxima bastante a la vieja doctrina esencialista de los filósofos de la antigua escuela cínica, pero presenta algunas variaciones notables. Por ejemplo: jamás ha practicado la disciplina de la contención. Es una excelente costumbre. «El secreto de la felicidad es tener gustos sencillos y una mente compleja, el problema es que a menudo la mente es sencilla y los gustos son complejos». El hedonismo, carnal pero también espiritual, ha sido su particular forma de contradecirse, permitiéndose no obstante el lujo de convertirse en un clásico (en vida) sin caer en vulgaridad de tener que fingirse moderno.
Cernuda, el metafísico sevillano
En literatura suele decirse que los grandes escritores inventan su propia tradición. Como todas las frases rotundas, es una verdad a medias que, sin ser mentira, requiere un sinfín de matices. Luis Cernuda, de cuyo nacimiento se cumplen ahora 115 años, poeta del exilio permanente, ha gozado tras su muerte de una generosísima atención. Su obra es objeto de una constante reinterpretación al calor de los logros generacionales del grupo del 27, la llamada edad de plata de la literatura peninsular. No podemos decir que el poeta sevillano, profesor desganado en el frío mundo anglosajón, homosexual sincero, tipo difícil y retorcido, siempre presto a clasificar los agravios de los demás –la vida, al cabo, no es más que eso: la suma de los desprecios ajenos–, haya pasado inadvertido durante el tiempo en el que su existencia se ha convertido en un recuerdo. Rara vez, sin embargo, se ha prestado atención suficiente al factor que lo convirtió contra todo pronóstico –nunca volvió a pisar España desde su marcha por la Guerra Civil; tampoco gozó del reconocimiento de los medios culturales institucionales–, en el poeta más importante de su tiempo, con el permiso de los devotos de Lorca.
Parra, el poeta ‘pop’
La verdadera seriedad es cómica. Y la poesía contemporánea se escribe en prosa, sin versos. Parecen los acertijos de un matemático. Y, en efecto, lo son; pero al mismo tiempo también son dos de las enseñanzas mayores –enunciadas en diminutivo– del mayor revolucionario de la poesía en español durante el último medio siglo: Nicanor Segundo Parra Sandoval, más conocido como don Nica o simplemente como el (anti)poeta mayor que vieron los chilenos después de Neruda, que más que un poeta era toda una constelación. Como diría él mismo, cuando vio la primera luz del día no venía preparrado para vivir más de un siglo. Ni siquiera sabía si sobreviviría a la pobreza ambiental y al abandono de un padre jaranero y borrachín. Pero hace sólo unos días rebasó en tres años su centenario existencial y su nombre volvió a colocarse en el carrusel de efemérides culturales que marcan la agenda oficial.
Clarín, un idealista contra el soberanismo
La historia es la madre de todas las analogías. Y el catálogo más fiable de las pesadillas humanas. La situación política catalana, marcada por un delirio partidario que está quebrando el principal patrimonio de cualquier país, que es la convivencia civil, reproduce muchos rasgos de los graves episodios de tensión regionalista acontecidos a finales del siglo XIX, cuando una España agraria, atrasada y caciquil se quedó sin sus últimas colonias de ultramar. Obviamente, los actores en liza son distintos. El lenguaje tampoco es exacto. Y muchas circunstancias son divergentes. Pero la disyuntiva básica de aquel entonces –cómo reinventar una nación en franca decadencia– se reproduce más de un siglo después con una sorprendente obstinación, lo que demuestra que el problema de España es un bucle sin solución.
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